La Tertulia del Café Pombo en el MNCARS Ficha de la obra: http://www.museoreinasofia.es/coleccion/obra/tertulia-cafe-pombo |
Historia del café botillería
El café Pombo era, dicho en plata, uno de los cafés más cutres de Madrid, con menos atractivo desde cualquier punto de vista y, por los testimonios de la época, un local modesto y sombrío que no animaba precisamente a traspasar las dos puertas que daban al salón principal. Estaba situado en el número 4 de la calle Carretas, muy cerquita de la Puerta del Sol. Algunos datos recogidos al azar y con cierto carácter apócrifo hablan de que ya a finales del siglo XVIII había abierto sus puertas como botillería, transformándose progresivamente en café. Un santanderino apellidado Pombo, que llega a la capital en busca de fortuna, es quien se atreve a establecer un negocio en el lugar y fecha señalados. Se dice de dicha botillería, y después café, que en sus momentos de apogeo vio entre sus paredes a Espronceda y Teresa Mancha haciéndose arrumacos o a Dolores Armijo reprochando a Larra su desordenada vida. También se dice que en torno a sus veladores se sentaron más de una vez Bécquer y Casta Esteban, seguramente en algún atardecer otoñal. Por sus salones pasaron además sujetos más prosaicos que los anteriores, como el general Prim, Sagasta o el cura Merino, el que intentara asesinar a Isabel II. Todo eso se dice, y debe ser cierto, pero la cuestión es que después de momentos de indiscutible gloria, a principios del siglo XX el local situado en una vía de librerías y tiendas de ortopedia había venido a menos, a bastante menos. Tanto que este roto necesitaba un descosido a la altura de las circunstancias para reinventarlo y transformarlo paradógicamente en el lugar donde se iban a celebrar las tertulias literarias más heterodoxas de la historia de España, y por supuesto las más valoradas, al menos en los siglos más cercanos a nosotros. Tenía que ser un bohemio, un vanguardista literario, un fuera de juego como Ramón Gómez de la Serna el que se liara la manta a la cabeza y decididera sentar sus reales literarios y tertulianos en el café botillería de Pombo. Estamos en 1915, estamos en la época de ocaso del local, cuando se le llamaba café de los cagones porque se servía un sorbete de arroz que hacía milagros para neutralizar los efectos de la gastroenteritis, aunque hay quien asegura que eran los que tomaban dicho sorbete los que tenían que salir por piernas en dirección al excusado. Se trataba por tanto de un local modesto, afamado por su leche merengada y poco más. No era, por tanto, el enclave con más pedigrí de las tertulias capitalinas. Sin embargo, Ramón Gómez de la Serna, escritor que forma parte de la generación posterior al 98, introductor de las vanguardias en España y creador de las greguerías, decide abrir tertulia en Pombo. Y no justificará de otra forma su decisión sino diciendo que ha elegido este café “porque es un anacronismo”. Con un par.
La sagrada cripa
Y allá que se presentan desde el primer sábado un plantel de jóvenes y no tan jóvenes vanguardistas que se reúnen con la excusa de plantear nuevas alternativas en lo filosófico, en lo intelectual y en lo literario a los llorapenas y aldeanos del 98. Pero no nos engañemos, si detrás de todo esto está la mano de Gómez de la Serna, hay algo más. Y ese algo más es el toque iconoclasta que se le supone a alguien que trae a Marinetti a España para que proclame a los cuatro vientos su manifiesto futurista. Eso sí, al menos sobre el papel, hablar de política está prohibido. Eligen para reunirse, no el gran salón, no una de las cinco salas en las que se bifurcaba aquél, sino una especie de cueva, de baja techumbre, que recordaba en muchos aspectos a una de las más modestas casas de las calles San Miguel o Jacometrezo, relativamente cercanas y próximas a ser derribadas para dejar a continuación paso a la Gran Vía. Y bautizarán el local como La sagrada cripta. Y lo estrenarán con una proclama en la que Gómez de la Serna hace una declaración de intenciones acorde con un momento en el que, no podemos olvidarlo, el mundo se encuentra inmerso en el primer gran conflicto universal. Así comienza la alocución de don Ramón el día de la inauguración de la tertulia: “¿Todo está en crisis? No, lo que pasa es que todo es cada vez más torpe, más trabado, más insidioso y más retardatario. Lo que pasa es que todo es lo que era pero más descaradamente…”. Con el tiempo la tertulia de Pombo se convertirá en una de las más respetadas y relevantes del momento. A ella asistirán los intelectuales más sólidos, en ella se lanzarán nuevas ideas sobre arte y literatura y, por supuesto, se difundirán las vanguardias europeas. Mientras Gómez de la Serna lanzaba al aire la declaración de intenciones de los reunidos, escuchaban y rodeaban al orador, entre otros, Salvador Bartolozzi, Tomás Borrás, Manuel Abril, Diego Rivera, los hermanos Bergamín, Rafael Cansinos-Assens, Bacarisse y el pintor José Gutiérrez Solana, que le dará el espaldarazo definitivo de cara a la posteridad con su famoso cuadro. Finalizará don Ramón su discurso aludiendo a la necesidad de que los contertulios abandonen los cafés durante la semana “no asistiendo nosotros mismos sino los sábados…/… porque toda fiesta necesita de seis días de trabajo y de distancia para ser enteramente festiva y merecida”. Las tertulias se prolongaron hasta 1937 en que por mor del vergonzoso enfrentamiento fratricida debieron suspenderse. Pero, durante el tiempo que permaneció abierto, el debate sabatino recibió en su seno a lo más florido de la literatura española contemporánea, en sus denominados banquetes, que se celebraban cuando había algún invitado de prestigio. Es el caso de Ortega, Azorín, Fígaro, en ausencia, o el propio Picasso, que llegó al lugar vestido de arlequín. Cuando un nuevo invitado llegada al local firmaba en un álbum ad hoc después de responder a la conminación de Ramón. “Diga usted su verdadero nombre”, eran las palabras iniciáticas. Oficialmente la tertulia finalizaba a la una de la madrugada aunque en realidad, en la mayoría de las ocasiones el alba sorprendía a los tertulianos en medio de discusiones que hoy día serían calificadas como poco de bizantinas y no por la falta de sustancia intelectual sino por la profundidad, diversidad y heterodoxia de unos razonamientos aderezados por los efluvios de los líquidos espirituosos. La velada finalizaba con la salida de Pombo y las tres vueltas de rigor andando alrededor de la Puerta del Sol, que figuraban en el reglamento de régimen interior de la tertulia.
Gutiérrez Solana y su cuadro
De entre todos los tertulianos del café botillería, al margen del alma mater, Gómez de la Serna, hay que destacar sin duda al pintor José Gutiérrez Solana, quien sacara de sus pinceles lo más crudo y descarnado de la España negra. Personaje pintoresco, un auténtico punto filipino, si se nos permite la expresión, era conocido además por sus habilidades para el bello canto. Se dice que cada vez que era requerido por Ramón para que cantara alguna pieza, entonaba sus arias, que duraban varios minutos, frente al estupor de contertulios y parroquianos, sin que nadie se atreviera a sonreír. Echaba mano de ese recurso Gómez de la Serna cuando consideraba que era necesario ofrecer a la concurrencia el mejor número del programa. Pero si la tertulia del Pombo ha pasado visualmente a la posteridad ha sido gracias al cuadro que pintara el también tenor y que exhibiera en público, colgado en la cripta, por vez primera, el 17 de diciembre de 1920. Y para hablarnos del lienzo que a partir de ese momento presidiría todas las tertulias pombianas y del entorno del propio café nadie mejor que el propio Gutiérrez Solana, quien dejó escrito que se trataba de una obra “a medio conseguir y siento no haberle podido darle una forma más acertada y más decisiva. En el centro está nuestro Ramón, el más raro y original escritor de esta nueva generación. Está en pie y en actitud un poco oratoria: recio, efusivo y jovial, un tanto voluminoso pero menos de lo que deseamos verle, para completar su gran semejanza con un Stendhal español o un nuevo Balzac de una época más moderna y menos retórica; cerca de él su cartera, esa buena amiga que siempre le acompaña, llena de pruebas de imprenta y dibujos, que hace rápidamente para ilustrar sus escritos, son comentarios gráficos admirables y que dan un encanto más a los artículos que publica diariamente…/… a su lado Bacarisse, Coll, Bartolozzi, Cabrero, Borrás, Bergamín, Abril, y encima el prodigioso espejo de Pombo, este espejo cinematográfico, cuya luna patinada cambia constantemente de expresión; unas veces nos sugiere ideas antiguas, nos transporta a la época de Larra; los viejos con grandes levitones y las enormes chisteras, los fracs, las corbatas de muchas vueltas y los chalecos rameados, de los que cuelgan las pesadas y largas cadenas de oro…/… Otras veces, este espejo se rejuvenece y en los calurosos días de verano, cuando las puertas del café están abiertas, vemos pasar por ellas los tranvías iluminados y atestados de gentes, los automóviles silenciosos y ligeros y los coches de punto, tirados por esos caballos siempre viejos y cansados, y ya más en las altas horas de la noche, los transeúntes que cruzan por las aceras o por el empedrado de la calle”. Dos años antes de su muerte, en 1945 a los 59 años de edad, Gutiérrez Solana hablaba de la génesis del cuadro, confesando que “Ramón tuvo ese empeño. Yo lo hice con mucho gusto. Pero me llevó mucho tiempo. Nunca venían los contertulios cuyos retratos tenía que pintar”. De ahí que tuviera que echar mano de una foto de Alfonso Sánchez Portela para suplir la informalidad de unos compañeros de tertulia que hacían honor al carácter libertario, vanguardista y rebelde de la misma. Para finalizar el apartado dedicado al cuadro de Solana hay que decir que tiene su secreto. Un secreto que ha sido desvelado recientemente cuando se ha procedido a restaurarlo. Debajo de la conocida pintura los restauradores del Reina Sofía han descubierto otra de motivo religioso y consistente en el interior de una iglesia, con un altar barroco y una figura arrodillada ante el mismo.
Despedida y cierre
Pombo cerró sus puertas en 1942. La época de los cafés había pasado, la cruenta guerra había dejado el país con ganas de pocas bromas y la decadencia definitiva se había apoderado del local. La presencia en su interior de las prostitutas del vecino café Zaragoza le daban un aspecto sórdido y prostibulario, muy diferente al que tenía años antes. Una tienda de pieles y un mal entendido furor urbanístico propio de la posguerra lo acabaron de rematar. Justo en esa fecha de 1942, Ramón Gómez de la Serna se encuentra ya exiliado en Argentina, sobreviviendo a golpe de conferencia y artículo periodístico mal pagado. Un día recibe un telegrama de su sobrino Gaspar donde le da la noticia del cierre de Pombo y le advierte de que la heredera del local quiere quedarse con el cuadro. “Espero instrucciones”, finaliza el telegrama de Gaspar Gómez de la Serna. Al recibir la noticia del cierre es cuando don Ramón se siente por primera vez un exiliado. La defensa del cuadro queda en manos del sobrino y del tertuliano Tomás Borras y tendrán que pasar algunos años para que el litigio se resuelva devolviéndolo a su legítimo propietario, que no es otro que el autor de las greguerías. Le envían el lienzo a Buenos Aires y lo recibe emocionado, colocándolo a su vera cada vez que tiene que pronunciar una conferencia. Sin embargo, la nostalgia le puede y decide reenviar el cuadro a España y donarlo al Estado. El anecdotario en este punto hace que se nos haga un nudo en la garganta. Según apunta José Cabarnach, la misma tarde que el cuadro inicia su viaje de vuelta a España, Ramón entra en la cafetería Richmond de Buenos Aires y solicita al camarero que le fíe un café. Promete que abonará la consumición cuando le paguen lo que le deben de los últimos artículos. El camarero no puede menos que manifiestar su sorpresa: “pero, si no tenés dinero, ¿por qué regalasteis un cuadro que vale tanta plata?”. Ramón Gómez de la Serna responde con unas palabras que valen para resumir la filosofía de vida de quienes ven el caminar por el valle de lágrimas como un periplo para el que no hacen falta mayores alforjas, “porque el cuadro no me pertenecía, pertenece a Pombo, y Pombo ya no existe. Al fin y al cabo, qué se puede esperar del tipo que inventó las greguerías… ¡Anda… ponme ese café!”.
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