El texto del siguiente artículo esta contenido en el blog MadridLaCiudad (Blog de Carlos Viñas-Valle)
“Mi intención no fue la de quitar la vida al rey, sino la de dar un
gran escándalo para que me mataran los centinelas de palacio, ya que yo no me
encontraba con valor para suicidarme, temiendo quedarme imposibilitado y no
muerto”
(Francisco Otero González)
Francisco Otero González había nacido en la
aldea de Santiago de Lindín, Lugo, perteneciente al municipio de Mondoñedo, el
14 de marzo de 1860, según pudo averiguarse por la partida de bautismo. Murió a
garrote vil el 14 de abril de 1880, recién cumplidos los 20, en el Campo de
Guardias de Chamberí, por intento de asesinato de Alfonso XII y de su esposa
María Cristina de Habsburgo-Lorena tan solo un mes después de haberse celebrado
la boda.
Alfonso XII y María Cristina de Habsburgo |
Eran las cinco de la tarde del sábado 30 de diciembre de 1879 cuando
el joven Otero, armado con una pistola de dos caños, siguió el faetón real que
conducía el propio monarca al regreso de un paseo por El Retiro, contra quien
disparó dos tiros a algo menos de un metro y medio, justo cuando el carruaje
iba a entrar en palacio por el portalón de la Plaza de Oriente. Todo resultó
muy fácil en un tiempo en que estaba al alcance de cualquiera atentar contra
reyes y presidentes de gobierno, que se desplazaban al margen de las medidas de
seguridad más elementales, hasta el punto de que cualquiera en la calle podía
acercarse a ellos. Los muchos casos forman parte de la historia española. Un
ejemplo: cuando José Canalejas recibió dos tiros en la cabeza mientras miraba
el escaparate de la Librería San Martín en la Puerta del Sol, estaba
completamente solo, y hasta allí había venido andando desde su casa en la calle
Huertas.
Intento de asesinato de Francisco Otero |
Casi nada se sabe de Francisco Otero. Ni
siquiera cómo era su físico ante la falta de grabados y fotos. Tan solo se
cuenta con las descripciones de los médicos frenólogos contratados por la
defensa. Otero se vino de su pueblo a Madrid con 19 años, a comienzos de 1879,
con el propósito de trabajar de panadero en el horno de un pariente, que unos
dicen que estaba en la calle Milaneses, en la de la Luna o en la del León. Se
dijo que llegó a regentar un horno y que un día se fugó con el dinero, pero
nada pudo certificarse al respecto. Las informaciones contradictorias y
fantasiosas eran constantes. Era comprensible; la gente quería saber, y como
apenas nada se conocía del regicida, los periódicos recurrían a la imaginación,
sabedores de que por mucho que se contara del personaje nadie iba a dsmentirlo.
La realidad es que Otero era un individuo de lo más corriente sin nada
destacable; un tipo cualquiera como tantos que habían dejado sus lugares de
origen por la capital. Todo el mundo pensó que tenía que haber una organización
y un móvil político, pero sorprendentemente en aquella ocasión no lo había.
Nada que tuviera que ver con anarquistas. Las andanzas de Otero por Madrid
hubieron pues de ser “reconstruidas”.
Alfonso XII |
Periódicos tan relevantes entonces como El
Imparcial y El Liberal se resistían a admitir que lo de Otero era un intento de
regicidio atípico; un acto concebido en la mente de un joven aparentemente
desesperado, que no se le ocurrió nada peor y más absurdo que matar al mismo
monarca. Se pintó a un joven indolente por su amargura, que deambulaba de
taberna en taberna por los barrios más míseros, lamentándose por la pérdida de
su trabajo y acaso barruntando la idea de volverse a su aldea gallega. No lo
hizo. Unos refirieron que solía hablar de su deseo de suicidarse, mientras
otros sostenían que algunos elementos de tendencias anarquistas pudieron
haberlo incitado a centrarse en matar al rey como culpable de todos los males
sociales. Exaltados y desequilibrados eran caldo de cultivo. Alguien entonces
debió indicarle dónde adquirir una pistola. Y Otero se fue al Rastro. Allí
compró el arma, que la corta leyenda que se tejió a su alrededor llegó a decir
que habiéndola probado allí mismo, lo único que hizo fue pegarle un tiro a una
mula o a un burro, y que por esa razón le fue incautada. Pero Otero no tardó en
adquirir otra de dos cañones, la definitiva.
Alfonso XII, como tantos madrileños de clase
media y alta, se convirtió en un asiduo paseante del Paseo de Carruajes de El
Retiro, que había sido inaugurado tan solo seis años antes del atentado.
Cualquiera podía dirigirle la palabra e incluso darle la mano. Otero sabía que
el carruaje había de regresar a palacio cruzando por la Puerta del Sol para
proseguir por la calle Arenal abajo, itinerario este último más corto que por
la calle Mayor hasta la de Bailén teniendo que torcer a la derecha hasta la
entrada de palacio a unos 300 metros. Ese itinerario del rey lo sabía todo
Madrid. Eran las cinco de un sábado; una hora después ya empezaba a anochecer.
Arma similar a la del intento de regicidio |
Se dijo que aquella tarde hacía mucho frío y
que el pavimento estaba resbaladizo, por lo cual el carruaje real circulaba muy
despacio, suficiente para que Otero pudiera seguirlo al paso sin levantar
sospechas. Justo a la entrada, ante los mismo guardias, Otero sacó la pistola
Lefaucheaux de dos cañones con balas del calibre 15, y apoyándose con la mano
izquierda en una farola fernandina, disparó. Tiró el arma y echó a correr calle
abajo de Bailén, donde fue apresado. Nadie fue herido y ni siquiera las balas
rozaron el carruaje. Resulta casi inconcebible que hubiera fallado. O se
trataba de una persona que nunca había cogido un arma de fuego o por el contrario
se confirmaba lo que declaró en el juicio: que en ningún momento tuvo intención
de matar al rey o a su esposa, sino únicamente provocar su propia muerte a
manos de los guardias de la entrada de palacio, incapaz él de suicidarse, que
era lo que lo obsesionaba desde hacía meses. Un propósito verosímil, pero
malamente en la situación de Otero, que no podía estar tan desesperado a sus 19
años.
Alfonso XII con su mentor, el Duque de Sesto |
José Francos Rodríguez,
ilustre periodista y político, que fue alcalde de Madrid, escribió en una de
sus crónicas:
“Turbó el contento de los Madriles en el mes
de abril del año 80 la ejecución del regicida Otero, que disparó contra Don
Alfonso XII cuando iba guiando un carruaje. A decir verdad, no fueron muy
vehementes las peticiones de indulto. El Gobierno se negó a atenderlas y España
entera execró el hecho realizado al concluir el año 1879 contra un monarca que por
su talento, por su nobleza y por su simpático proceder iba ganándose el cariño
de toda la Nación. Coincidiendo con el citado ajusticiamiento continuó D. José
María Esquerdo una serie de conferencias acerca de «Locos que no lo parecen».
En estos discursos, iniciados cuando los horrendos crímenes del «Sacamantecas»,
en Vitoria, el ilustre frenópata, adelantándose en España a criterios hoy muy
extendidos, estudiaba como manifestaciones morbosas algunas apreciadas por los
tribunales como ubérrimamente delictivas.
Monumento a Alfonso XII en el Parque del Retiro |
Benito Pérez Galdós en La
Desheredada, describe a un personaje –Mariano Pecado- abatido por
la vida, que estaba dispuesto a hacerse notar cometiendo
un asesinato de un personaje que el autor no precisa, pero que se cree que es
la viva escena del atentado de Francisco Otero contra Alfonso XII:
“En
el centro de Madrid era día de gran solemnidad cortesana por motivos que no es
necesario precisar. Las calles del centro estaban animadísimas. La gente
circulaba alegre, bulliciosa, con frivolidad y alegría propiamente madrileñas,
arremolinándose en algunos parajes para dar paso a los regimientos que llegaban
a cubrir la Carrera. Los balcones, con abigarradas colgaduras, mostraban damas
hermosas. El mujerío, la militar música y el cielo de Madrid, que es un cielo
de encargo para festejos populares, concurrían a dar a la solemnidad su
expresión característica.
«¡Allá va, allá va!—gritó señalando. —¿Quién?
—El bergante. —Sí, él es... ¡Mariano, Pecado...!». Pero Mariano que las
vio y oyó los gritos de su tía, se hizo el tonto y apretó el paso como quien
desea evitar un importuno encuentro. Poco después estaba sentado en un banco de
la Plaza Mayor. Pecado, cuando se sentía dispuesto a la meditación,
resucitaba lo próximamente pasado, y se recreaba con un dejo de las impresiones
ya recibidas. Era un trabajo de rumiante y un placer de perezoso. Vio, pues,
todo lo que había hecho aquel día, casi tan a lo vivo como si aún estuviera
pasando. Se había levantado muy temprano después de una noche de desvelos y
tortura; habíase puesto su camisa limpia y las demás prendas que estrenaba,
mostrando un empeño particular en aparecer con la facha más decente que le
fuera posible; había salido y tomado café en un puesto de la calle del Ave
María, y después se fue a vagar por las calles.
Más tarde paseó por la Carrera para ver la
gente y la tropa que de los cuarteles venía. Bonito estaba todo; pero él lo
miraba con desdén y, sobre la impresión recibida, ponía un pensamiento de
melancólica burla y sarcasmo. Siguió adelante, y a la vuelta de una esquina
encaró con el nunca bien ponderado Gaitica, que venía a caballo, hecho
un potentado, un sátrapa. La extraviada imaginación de Mariano veía a este
personaje cual si fuese un resumen de todas las altas categorías y la cifra del
encumbramiento personal. «¡Cuánta pillería!», exclamó para sí.
Todos triunfaban y vivían regaladamente
escalando cada día un lugar más elevado, mientras él, el pobre y desvalido Pecado,
permanecía siempre en su nivel de miseria, insignificante, sin que nadie le
hiciera caso ni fuese por nadie distinguida su persona en el inmenso mar de la
muchedumbre. ¿Por qué era esto, cuando él valía más que toda aquella granujería
de levita? Él, según las creencias firmes de su hermana, había nacido de sangre
noble. Le habían sustraído lo suyo, le habían despojado de todo, arrojándole
desnudo y miserable al seno del populacho, como se arroja al basurero un
despojo inútil. ¿Quién sabía si muchas de aquellas casas, engalanadas con
colgaduras de varios colores, eran suyas? ¿Quién sabía si el dinero de que
debían de tener llenos los bolsillos todos aquellos caballeros y damas procedía
de riquezas que en rigor de la ley le pertenecían a él? ¿Y a quien se dirigía
para reclamar lo suyo? A nadie, porque desde el primero al último todos eran
grandísimos pícaros.
Escudo de Alfonso XII |
La nación en masa, ¿qué nación?, la sociedad
entera estaba confabulada contra él. ¿Qué tenía que hacer, pues? Crecerse,
crecerse hasta llegar a ser por la fuerza sola de su voluntad tan considerable
que pudiera él solo castigar a la sociedad, o al menos vengarse de ella. ¿Cómo?
Por su mente rondaba tiempo hacia una idea que resolvía la cuestión. La idea y
el propósito de ejecutarla se habían apoderado de él juntamente, dominándole y
llenándole por entero. Idea y propósito eran como una llaga estimulante en el
cerebro, la cual le dolía y le comunicaba un vigor extraño. Repetidas veces
había puesto en ejecución su pensamiento, ¿pero cómo?, en sueños, y también
alguna vez despierto, cediendo como a una fuerza automática y fatal que no era
su propia fuerza. En estos casos de repetición o ensayo mental del hecho, se
quedaba fatigado y orgulloso, cual si lo hubiera ejecutado realmente.
Sondeándose para ver cuándo había aparecido en él aquella idea y aquel
propósito, calculaba que los tenía desde antes de nacer. ¡Tan viejos, tenaces y
arraigados le parecían!
Estaba viendo el terror escondido debajo del
orgullo y asomando la cabeza; pero el orgullo, o, mejor, la terquedad, no le
dejaba salir. No sentía miedo, sino dolor, un dolor inexplicable en el
pensamiento, una sensación rara de no dormir nunca, de no reposar jamás, de un
alerta eterno. Detrás del punto negro que tenía delante y que ya estaba cerca,
veía seguro y claro un triunfo resonante. Principalmente la idea de que todo el
mundo se ocuparía de él dentro de poco le embriagaba, le hacía sonreír con
cierto modo diabólico y jactancioso. La aberración de su pensamiento le llevaba
a las generalizaciones, como en otros muchos casos en que la demencia parece
tener por pariente el talento. El mismo criminal instinto le ayudaba a
personalizar, y en efecto, siendo tan grande y múltiple el enemigo, ¿cómo
aspirar a castigarle, sin hacer previamente de él una sola persona?
Rumor de voces, cornetas y músicas anunciaban
que el gran cortejo volvía de Atocha. Levantose Mariano, y por la calle de
Ciudad Rodrigo ganó la Calle Mayor y la Plaza de la Villa. Multitud, tropa,
caballos, uniformes, penachos, colores, oropeles y bullicio le mareaban de tal
modo, que no veía más que una masa movible y desvaída, semejante a los
cambiantes y contorsiones del globo de agua que había estado mirando momentos
antes. Se le nublaron los ojos, y apoyándose en un farol, dijo para sí: «Que me
da, que me da». Era el ataque epiléptico, que se anunciaba; pero tanto pudo su
excitación, que lo echó fuera, irguió la cabeza, se sostuvo firme... Pasó un momento. Nunca había sentido más energía, más resolución,
más bríos. El ruido de las músicas le embriagaba. Vio pasar uno y otro coche.
Cuando llegó el que esperaba, Mariano era todo ojos. Miró bien... En el acto
sacó de debajo de la blusa una pistola vieja, y apuntando con mano no muy
firme, salió el tiro con fugaz estruendo... Movimiento y estupor en la muchedumbre,
gritos, pánico, sacudidas. La bala se estrelló en la pared de enfrente sin
hacer daño a nadie, y el autor del infame atentado cayó en una trampa, la
indignación pública, cuyo engranaje de brazos y manos le oprimía, como si
quisiera pulverizarle.”
El juicio se llevó a cabo a los 39 días de los
hechos. Constaba el sumario de 608 folios, invertidos 102 pliegos en la defensa
y 36 en la acusación. Comenzó el 7 de febrero de 1880 ante el juzgado de
Palacio en medio de un profundo debate en torno a las consideraciones
psiquiátricas de los expertos frenólogos alienistas llamados por la defensa,
tan en boga entonces, encabezados por el prestigioso doctor José Esquerdo,
quienes trataron de demostrar la irresponsabilidad del acusado, basándose en
elementos que seguramente resulten peregrinos desde la perspectiva de hoy. Para
ellos, Otero era un hombre de temperamento linfático, de corta estatura,
fornido y pelo castaño, con cabeza pequeña y ancha en la base y estrecha
en la bóveda; su cara era pálida e imberbe, con un defecto de conformidad que
se evidenciaba al examinar la nariz, mejillas y carrillos, torcidos hacia
el lado derecho. Hombre de ojos grandes, rasgados y castaños, que carecían de
expresión. Su nariz era corta y su boca grande con el labio superior
prominente. Se recurrió luego al escaso desarrollo de su inteligencia, que lo
convirtió “en un imbécil intelectual y un idiota moral”. Esgrimieron
sobre todo lo de la tendencia suicida u homicida-suicida, basándose en lo
manifestado por Otero en el juicio respecto a que «su intención no fue la de
quitar la vida al rey, sino la de dar un gran escándalo para que le mataran los
centinelas, ya que él no se encontraba con valor para suicidarse, temiendo
quedarse imposibilitado y no muerto».
Garrote Vil |
Por último se recurrió a la herencia genética
familiar al ser hijo de madre sana y padre enfermo, con una hermana y
tres hermanos, habiendo perdido otros tres, de ellos dos a consecuencia
de accidentes epilépticos. De poco le valió esa tendencia monomaníaca, ya
estudiada en medicina. Los intentos del doctor José María Esquerdo no fueron
tenidos en cuenta por el juez, que se mostró convencido de que Otero fue
responsable pleno del intento de regicidio. El 10 de febrero de 1880 se publicó
en El Liberal la sentencia que condenaba a Francisco Otero González a la pena
de muerte en garrote. Alfonso XII solicitó el indulto, pero no logró nada. El
14 de abril fue ejecutado en el Campo de Guardias de Chamberí, el lugar
habitual entonces.
En la sentencia se hizo constar: “En la villa y
corte de Madrid, a 20 de Marzo de 1880, en el recurso de casación admitido de
derecho e interpuesto en beneficio de Francisco Otero González contra la
sentencia que dictó la sala de lo criminal de la Audiencia de esta capital, que
lo condenó a muerte, en causa seguida en el juzgado del distrito de Palacio de
la misma, por regicidio frustrado: Resultando que cuando S. M. el Rey, al
regresar de paseo en la tarde del 30 de diciembre último, sin escolta ni
acompañamiento, entraba por la puerta de palacio titulada del Príncipe en
carruaje descubierto, cuyos caballos guiaba, Francisco Otero, que se había
colocado junto al farol de la derecha y a distancia de un metro 40 centímetros
de la referida puerta, disparó contra S. M., con intención manifiesta de
matarlo, dos tiros sucesivos de pistola de dos cañones, sin que afortunadamente
hubiese producido lesión alguna en la persona de S. M.: Resultando que habiendo
sido aprehendido el agresor cuando huía, por la calle de Bailén, y recogida la
pistola del sistema Lefaucheux, que arrojó al suelo, le fue ocupada una cápsula
de 15 milímetros de calibre.”
5 Diciembre 1885 Funeral de Alfonso XII |
Para saber más:
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