viernes, 13 de mayo de 2016

13 Mayo 1916 se inaugura el Mercado de San Miguel

En pleno corazón del Madrid de los Austrias, se encuentra el aclamado Mercado de San Miguel, y hoy se cumplen nada más y nada menos que 100 años de su inauguración. Dedicamos esta entrada a conocer su historia y evolución.


En sus orígenes, el solar ocupado por el mercado fue el emplazamiento de la iglesia parroquial de San Miguel de los Octoes, lugar donde fue bautizado Lope de Vega. Si bien no se sabe si el edificio era el original, la parroquia ya existía a principios del siglo XIII, tal y como menciona el fuero de Madrid de 1202. 


Toda la zona, con el templo incluido, fue arrasada por un terrible incendio ocurrido en 1790. A pesar de ser rehabilitado, su estado siguió siendo preocupante, hasta tal punto que en el año 1804 Juan de Villanueva recomendó su demolición. La demolición se efectuó el 28 de noviembre de 1809 por orden del rey José I Bonaparte, dentro de su política de apertura de espacios en el casco urbano de Madrid. El solar se transformó en una plaza pública en la que se celebraba un mercado de productos perecederos, para lo que se disponían hileras de cajones de madera y tenderetes. 


El economista y en su día gobernador de Madrid, D. Pascual Madoz, en su Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España aseguraba en 1847 que el mercado callejero acogía ciento veintiocho cajones y ochenta y ocho tenderetes.


Durante la segunda mitad del siglo XIX empezaron a abrirse paso las ideas higienistas y funcionalistas de urbanistas, médicos y científicos que buscaban remediar los problemas de la suciedad e insalubridad de los mercados callejeros. 


El periodista y escritor madrileño Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882), maestro de los artículos de costumbres, reflejó en numerosos escritos la penosa situación de las plazas de entonces. Además, provocaban otro grave inconveniente al interferir con el creciente tráfico rodado y peatonal de la capital, ya que los mercados atraían a nuevos vendedores y compradores que se desparramaban por las calles contiguas. 


Ya en 1835 el arquitecto Joaquín Henri diseñó un proyecto, que aparecería en el Diario de Avisos de Madrid, del que sólo llegaron a construirse las portadas delanteras a fin de ocultar los cajones de los puestos de los mercados de la vista de los transeúntes. Sin embargo, no será hasta la década de 1870 cuando el ayuntamiento comienza a construir mercados cubiertos, de los que a finales de siglo ya existían cuatro, todos con estructura de hierro. Se trataba de los mercados de los Mostenses (construido en 1875), la Cebada (1875), Chamberí (1876) y la Paz (1882). A pesar de la construcción de estos nuevos mercados, seguía sin haber suficientes para atender la demanda de una ciudad en crecimiento, por lo que siguieron existiendo mercados al aire libre en las plazas públicas.


El Mercado de San Miguel fue inaugurado el 13 de mayo de 1916. Había sido construido en dos fases (la primera finalizada en 1914) para no interrumpir el funcionamiento comercial del mercado. Sus elementos más característicos son los soportes de hierro de fundición de la estructura, la composición de las cubiertas, el sistema de desagües y la crestería cerámica que corona la cubierta. 


El coste de las obras fue de trescientas mil pesetas de la época. El acristalamiento exterior es posterior. San Miguel es la única muestra de su tipo que queda aún en la ciudad de la denominada arquitectura del hierro, ya que todos los mercados cubiertos construidos en el último tercio del siglo XIX fueron demolidos y, en general, sustituidos por nuevas construcciones.


En el año 1999 la Comunidad de Madrid abordó con fondos europeos y de los propios comerciantes una remodelación que ascendió a 150 millones de pesetas de la época y que devolvió al mercado su aspecto original. Sin embargo, su actividad comercial fue decayendo poco a poco ya que sus instalaciones no podían competir frente a los modernos supermercados y centros comerciales.


Para evitar su defunción, un grupo de particulares con intereses arquitectónicos, gastronómicos y pertenecientes a diferentes ámbitos culturales y sociales han formado la sociedad: El Gastrónomo de San Miguel, actual dueña mayoritaria del mercado. 


Su objetivo es resucitar y mejorar su actividad tradicional creando un mercado que tiene como referencia el de La Boquería de Barcelona; con una oferta centrada en productos de gran calidad, alimentos de temporada, asesoramiento gastronómico, posibilidad de probar aquello que va a formar parte de la cesta de la compra, comer de picoteo o tomándose tiempo, con la ventaja de horarios flexibles. Dar nuevos aires a la gastronomía madrileñaespañola e incluso, internacional. Pero además, El Gastrónomo de San Miguel quiere formar parte de la agenda madrileña de eventos realizando diferentes actividades relacionadas con el ocio y la cultura, ayudando a revitalizar el casco antiguo de la capital. El 13 de mayo de 2009 reabrió sus puertas


Iglesia de San Miguel de los Octoes

La iglesia de San Miguel de los Octoes fue un templo de culto católico de Madrid, actualmente desaparecido. Era uno de los primitivos diez templos mencionados en el Fuero de Madrid en 1202.
Se encontraba situado en las cercanías de la Puerta de Guadalajara y de la Puerta Cerrada (muy cercano al actual Mercado de San Miguel). Se denominaba de los Octoes, para diferenciarla de la Iglesia de San Miguel de la Sagra. La iglesia se encontraba pegada a las murallas de Madrid y esta situación impedía obras de ampliación.


La iglesia se vio afectada por el gran incendio de la Plaza Mayor en 1790. A pesar de ser restaurada, durante las reformas urbanísticas de José I, fue derribado el templo, quedando en su lugar el espacio de la Plaza de San Miguel.
Sobre los comienzos de este templo, bien sea en forma de parroquia o de ermita, se sabe poco. Se tiene la certeza de que la primera advocación era dedicada a San Marcos y en honor a él, el día 25 de abril, se celebraba una procesión. Este ritual se mantuvo activo hasta los Reyes Católicos. La denominación "Octoes" causa discusión en los diversos estudiosos, Gómez Iglesias cree que la palabra "octoes" una grafía arbitraria, cuyo origen seria el «auctores» latino, con el sentido de garantes o conjuradores, por ser iglesia juradera. Otros autores opinan que Octoes era el apellido de la familia patrocinadora de la parroquia en sus primeros instantes. Desde el siglo XV la parroquia conformaba el denominado barrio de San Miguel.


En el siglo XVI afronta diversas reformas, pero su linde a la muralla evita que se hagan las pertinentes reformas. En 1566 debido a las incesantes peticiones de reforma del enorno de la parroquia, Francisco Zapata y Cisneros ordena el derribo de las murallas circundantes con el objeto de poder edificar en el espacio circundante su propia vivienda. La familia Zapata ejercía influencia en el barrio de San Miguel y algunos de los miembros de su familia se encontraban enterrados en las capillas de la iglesia. El derribo de ciertas partes de la muralla hace que en 1585 ya se mencione la plazilla de San Miguel como lugar de venta de verduras y pescado. En el siglo XVII sufre la iglesia nuevas reformas, habiéndose desplomado la Capilla de los Zapatas, se inicia la construcción de una nueva Capilla Mayor. El pintor Andrés López Polanco solicitó ser enterrado en este templo.
La ubicación exacta de la iglesia se puede saber por su aparición en el plano de Texeira. La construcción en las cercanías de la Plaza Mayor le afectó, llegando a ser pasto del incendio que ocurrió en la plaza en 1790. La iglesia sufrió daños irreparables en su armadura y en el retablo. La reedificación se concede el 27 de octubre de 1798.

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martes, 29 de marzo de 2016

29 Marzo 1803 se crea el Real Museo Militar

El siglo XIX va ser el Siglo de Oro de los museos. La efectiva creación del Real Museo Militar tiene lugar en virtud de la Real Orden de 29 de marzo de 1803, en la que se mandaba fuera costeado por los fondos del ramo de Artillería, a cargo de cuyo Cuerpo debía quedar el nuevo establecimiento.

Era entonces Generalísimo de los Ejércitos y Jefe Superior del Real Cuerpo de Artillería el Príncipe de la Paz y Jefe de Estado Mayor de Artillería, El General don José Navarro Sangrán.

Retrato de Joaquín Navarro Sangrán, por José Aparicio e Inglada. Hacia 1815

Esta fecha de implantación del Museo está a caballo entre la del Louvre que fue diez años antes y la del Prado, dieciséis años después.

Los primeros fondos del Museo son los reunidos en el arsenal creado en 1756 y la colección de modelos de fortificación y de artillería del Marqués de Montalembert, que por RO. de 31 de marzo de 1803, se compraron a la viuda. A la vez se comienza a reunir modelos, armas, planos, memorias y objetos propios de museo, existentes en maestranzas, fábricas, almacenes, archivos y otras dependencias de Artillería e Ingenieros.

Marqués de Montalembert

Se proyecta además una Biblioteca Militar con libros, dibujos y documentos relativos al arte militar, y con especialidad a los de Artillería e Ingenieros. Además, los Jefes Superiores de Artillería e Ingenieros se dirigen al Ministro de Estado el 12 de agosto de 1803 en solicitud de que «se trasladasen al Museo Militar todos los modelos de plazas y máquinas militares que existieran en el palacio del Buen Retiro, así como los demás de esta especie que estaban a cargo de D. Agustín Betancourt». La primera parte —fondos del Buen Retiro— se cumplió, pero en cuanto a la segunda no se accedió.


EL MUSEO EN EL PALACIO DE MONTELEÓN

El Museo se instaló en el Palacio de Monteleón. Este Palacio había sido propiedad de los Marqueses del Valle de Terranova, títulos concedidos por el emperador a Hernán Cortés, de quién eran descendientes los propietarios.

Databa su edificación de principios del XVI y era uno de los mejores de Madrid, con una gran capacidad y un interior espléndidamente amueblado, pues había servido de alojamiento al Rey Carlos II, tenía una inmensa huerta y unos espléndidos jardines; allí se hallaba con el Museo, el Parque de Artillería y un Depósito de Intendencia con el menaje de los guardias de plaza.

Panorámica del cuartel de Monteleón y alrededores en la fecha de su derribo, 1868

El Museo se inaugura en 1805 y fue su primer director el Teniente Coronel del Ejército, Capitán de Artillería, don Joaquín Navarro Sangrán, Conde de Casa Sarriá.

Se había tardado dos años en organizar el museo hasta su apertura. Ayudado Navarro eficazmente por el Capitán de Ingenieros don Juan Ordovás, consigue instalar un taller de construcción de modelos a los que señala escalas para edificios o para otros efectos, que se van añadiendo a la citada colección de Montalembert, por la que se pagó la elevada cantidad de cien mil pesetas.

Navarro Sangrán quiso trasladar al Museo las viejas banderas de los cuerpos disueltos, la mayoría de los antiguos Tercios, que se guardaban en un edificio contiguo a la iglesia de Atocha. Parece que el Cuerpo de Inválidos, a cuyo cargo estaban aquellas gloriosas reliquias, apoyado por el clero, se opuso a la entrega y ni el propio Godoy consiguió convencerlos.

Plaza del 2 de mayo con los restos del Parque de Artillería de Monteleón y las estatuas a Daoiz y Velarde

Estas banderas se perdieron cuando la caballería de Murat se alojó en aquel recinto: los soldados franceses recogieron sus banderas y con los demás hicieron sudaderas para sus caballos.

El primer inventario del Museo es precisamente de 1805. Lo realizó el Capitán de Artillería D. Alejandro Rivacoba, quien, en palabras de Navarro era «un mozo de juicio, laborioso y a propósito para el encargo».

Ocurren los acontecimientos de 1808. El pueblo de Madrid se opone por la violencia a la salida de la familia real en la Plaza de la Armería. Las gentes acuden al Parque en demanda de armas. Los Capitanes de Artillería Daoiz y Velarde, quienes ya habían emprendido el camino del honor, secundados por el Caballero Cadete Afán de Rivera, de trece años, comienzan a repartir fusiles, con los que el pueblo de Madrid, enardecido, acude a la Plaza de Oriente y a la Puerta del Sol.


Aparecen los franceses ante la puerta del Parque formados en columna. Los artilleros sacan a la calle una pieza y rompen fuego desde el arco de entrada del edificio, mientras desde las ventanas de las oficinas y del Museo, paisanos y soldados disparan sobre los enemigos. Una añagaza de los franceses, que enarbolan bandera blanca, hace cesar el fuego y penetran en el edificio.

Los artilleros mueren junto a sus piezas «al pie del cañón». Los franceses pasan a cuchillo a los defensores incluido el personal del Museo. Los locales fueron deshechos y saqueados. Con la ocupación francesa del Palacio de Monteleón se había perdido gran parte de los recuerdos, armas y modelos existentes en el Real Museo Militar.

Durante la época del gobierno de los franceses, al evacuar el Colegio de Artillería de Segovia, se traen al Museo libros, instrumentos y efectos del Alcázar.

En agosto de 1812, Wellington pone sitio al Retiro, capitulando los franceses. Se trata entonces de rehabilitar el Museo, se elabora un inventario de los materiales artilleros y un índice de las bibliotecas. Pero regresan los franceses el 3 de noviembre. Antes de su evacuación definitiva el 28 de mayo de 1813, destruyen y no dejan del Palacio del Buen Retiro más que los restos actuales.


EL MUSEO EN EL PALACIO DE BUENAVISTA

El palacio de Buenavista había sido mandado construir en el siglo XVIII, por la célebre Duquesa de Alba, doña María del Pilar de Silva y su esposo el Marqués de Villafranca, que no llegaron a verlo concluido ni a habitarlo.

La villa de Madrid compró este palacio en 1805 para regalárselo a Godoy, que tampoco lo llegó a ocupar. Era un edificio suntuoso y su hermoso jardín era célebre, como dice Mesonero Romanos, en aquel entonces. Tirso de Molina sitúa aquí una comedia entera con el nombre de «la Huerta de Juan Fernández».

El Palacio de Buenavista, en un grabado de 1880

Al caer Godoy había sido objeto de saqueos y destrucciones. Elegido el palacio, lo aprobó el Ministro de la Guerra y el 30 de Abril de 1816, un Oficial de Cuenta y Razón de Artillería se hizo cargo de las llaves entregadas por la Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Empezó la rehabilitación el 9 de junio de 1816, a la vez que la mudanza empleando artilleros francos de servicio y mediante píanos inclinados se subían los objetos, ya que no existía la escalera.

El Regente del Reino, Espartero, en Órdenes de 17 y 19 de julio de 1841 dispone que «inmediatamente, sin pérdida de tiempo» saliese el Museo de Artillería del Palacio de Buenavista. Otras Órdenes, de 21 de julio y 10 de agosto acuerdan el traslado al Palacio del Buen Retiro, al local que dejaba libre el Real Gabinete Topográfico que se mudaba al inmediato edificio llamado Casón, ambos edificios del Real Patrimonio. El Museo había permanecido 25 años en el Palacio de Buenavista.


EL MUSEO EN EL SALÓN DE REINOS

El Conde Duque de Olivares se propuso crear en la huerta de los Jerónimos un palacio a modo de las villas suburbanas y esta construcción comienza en 1630 y es ampliada en 1632-1633 convirtiéndose en un palacio de proporciones grandiosas, aunque con la característica sobriedad de las construcciones de los Austrias. De todo el palacio, una estancia se destaca como excepcional: el Salón de Reinos, como dice Elliot, «adornado con un magnifico ciclo pictórico para proclamar el poder y la gloria de Felipe TV y los triunfos militares».



El 23 de octubre de 1841 se abrieron las exposiciones públicas. El Director D. León Gil del Palacio, de la talla de Navarro, se dedicó a adquirir fondos de establecimientos del Estado y de casas de la grandeza: armas, recuerdos, banderas, etc. Citaremos sólo las grandes recámaras de Baza, la bombarda de Tudela llamada Tiro del Puente, cañones forjados, esmeriles, trabucos y espingardas, arcabuces, piezas de armadura, modelos de artillería de bronce.

Intercambia con la Biblioteca Nacional la biblioteca de Godoy (5.045 volúmenes) por armas y objetos, entre éstos «la primorosa plaza de armas de bronce con figuras de plata esmaltada que había pertenecido a Carlos IV por regalo del Emperador de Austria». Adquiere el estandarte y tienda que el Emperador llevó a Túnez, los tapices de la Santa Hermandad de Toledo, la bandera de Hernán Cortés, la espada de Aliatar, Alcaide de Loja, una pieza de montaña perdida por los ingleses en el asalto de Santa Cruz de Tenerife, etc., etc.

En 1842 se inicia la Colección de banderas. Una Orden de 17 de octubre de 1843 ordena ingresar en el Museo los que dejasen los Cuerpos al adoptar la española. Se trata de la Orden que decreta que todas las banderas y Cuerpos del Ejército sean iguales a la Bandera de guerra con los colores rojo y amarillo.

Puerta principal del Salón de Reinos

En 1849 se publica el catálogo del museo de Artillería. Lo realiza el citado Director León Gil del Palacio, contabiliza 900 artículos muchos comprensivos de varios otros. Se recibe la visita de la Reina Madre, María Cristina. En octubre de este año, toma a su cargo la dirección del Museo, otro brillante Director, el coronel don Santiago Piñeiro.

Solo en 1850, como se puede apreciar en el Memorial de Artillería, ingresan 540 fondos. Entre ellos se puede citar un escudo de la hueste de Hernán Cortés de 1524. Una culebrina que empleó Hernán Cortés en la fortificación de Segura de la Frontera en 151 9, fondos remitidos desde Méjico por el Conde de la Cortina, la espada de Suero de Quiñones que le regaló Juan II en 1434, un montante de Sancho Dávila con escenas de la batalla de San Quintín, etc.

En 1929, se plantea ya la idea de organizar un nuevo museo reuniendo todos los museos militares existentes, aunque nunca llegó a materializarse. Habrá que esperar a la II República, cuando se crea el Museo Histórico Militar, en 1932, incluyendo secciones para las cuatro armas y los cuerpos de Intendencia y Sanidad Militar. Tras la guerra civil española, el Museo adquirió la estructura y organización que se mantuvo vigente en el Salón de Reinos hasta su reciente traslado.


EL MUSEO EN EL ALCÁZAR DE TOLEDO


El Alcázar se levanta en una de las colinas de Toledo. El edificio es símbolo de la ciudad y testigo de algunos de los acontecimientos más destacados de la Historia de España. El Alcázar ha sobrevivido a distintos avatares, entre ellos tres incendios y un largo asedio, envites que lo dejarían mermado y maltrecho.

Con la llegada de los visigodos, la ciudad de Toledo se convierte en la capital de la monarquía y el Alcázar en residencia regia. Tras la conquista de la ciudad por el rey Alfonso VI (1085), la fortaleza seguirá albergando tras sus muros a muchos de los personajes claves de la Edad Media española: Fernando III el Santo, Alfonso X el Sabio con su escuela de traductores, etc. Evidentemente todos ellos dejarán su impronta en el edificio, unos ampliándolo, otros adecuándolo a las nuevas necesidades.

Museo del Ejército en el Alcázar

Pero sin duda alguna el mayor esplendor del Alcázar se da en la época del emperador Carlos I. Ilustres e importantes arquitectos trabajaron en este histórico edificio: Francisco de Villalpando, Juan de Herrera, así como Alonso de Covarrubias, que construyó la fachada norte, y Herrera, que levantó la fachada sur. Es en esta época cuando se construye el equilibrado patio interior con columnas dóricas y corintias.

Aun cuando Felipe II decide trasladar la corte a Madrid, el Alcázar continuó siendo residencia regia, ya que al monarca y a su esposa Isabel de Valois les agradaba alojarse en él. De esta época es la soberbia escalera principal, que nace en el patio interior y que el rey manda construir.

Tras la muerte del último rey de la dinastía de los Austrias, Carlos II, en España se desata la guerra de Sucesión, y una de sus consecuencias será el incendio del Alcázar por parte de las tropas austriacas y portuguesas. Con la llegada de la dinastía de los Borbones al trono de España, Felipe V, intenta restaurar el Alcázar, pero la Hacienda Pública no pudo hacer frente al proyecto. En este estado de ruina permaneció el edificio hasta que en 1773 Carlos III autoriza al cardenal arzobispo de Toledo, Francisco Antonio de Lorenzana, a instalar la fábrica de sedas y telares, cuyas obras de remodelación y adaptación fueron dirigidas por Ventura Rodríguez.

Colecciones del Museo del Ejército

En 1810, durante la Guerra de la Independencia, el Alcázar es nuevamente incendiado durante la retirada de las tropas napoleónicas. Apenas quedaron en pie las fachadas, la arquería y la escalera principal.

Años después, se establece la Academia de Infantería (1875), y la Academia General Militar (1882). De nuevo otro incendio afectó al edificio en 1887. Sus consecuencias serán terribles ya que se perdieron multitud de obras de arte y riquezas artísticas, aunque el edificio fue de nuevo reconstruido. Durante la Guerra Civil, el Alcázar soportó un constante asedio durante 70 días que tuvo como resultado una nueva destrucción.

Actualmente y desde 2010 el Museo del Ejército tiene su sede en el Alcázar de Toledo, lo que ha implicado no sólo un cambio geográfico, sino la reestructuración del concepto expositivo y el planteamiento museográfico, acordes con las tendencias más en boga.


Para saber más...






lunes, 28 de marzo de 2016

28 Marzo 1916 se coloca la primera piedra de la iglesia de Santa Teresa y San José

La iglesia de Santa Teresa y San José o Templo Nacional de Santa Teresa de Jesús,  se encuentra situado en unas de las parcelas donde anteriormente estaba la  antigua Casa de Vacas de la Montaña del Príncipe Pío. 

Vista de la cúpula de la iglesia de Santa Teresa y San José

Fue construida como residencia de los religiosos carmelitas siguiendo la corriente del estilo que llamaron ecléctico gótico de finales del siglo XIX con mezcla de estilos modernistas.

El primitivo convento llamado de San Hermenegildo de los Carmelitas Descalzos se mandó construir en el año 1586 por Fray Nicolás de Jesús y María, este edificio se terminó en el 1605, aunque en el siglo XVIII fue demolido.

Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battemberg

El templo fue financiado por los reyes Alfonso XIII y su esposa Victoria Eugenia por suscripción popular, nombrando como encargado de su trazado al arquitecto Jesús Carrasco Muñoz Encina. 

Se construyó con  hormigón armado, la primera Iglesia en Madrid que utilizaba este tipo de material. Su erección corrió a cargo de la  Nueva Sociedad de Construcciones de San Sebastián.

Jesús Carrasco Muñoz Encina

La primera piedra del templo se colocó el día del centenario de la muerte de Santa Teresa, el 28 de marzo de 1916, aunque no se empezó a construir hasta 1923, siendo inaugurada el 26 de mayo de 1928. El templo pertenece a los Padres Carmelitas Descalzos y consta de Iglesia y Convento.

Fachada del templo, recuerdo de "las moradas" en cuanto a su concepción poliorcética

Este templo de Santa Teresa de Jesús, de estilo neogótico con rasgos modernistas y renacentistas sufrió serios daños durante la quema de conventos del 11 de mayo de 1931. 

La fachada actual está compuesta de almenas que querían representar una fortaleza basándose en el libro de Las Moradas, escrito por  Santa Teresa de Jesús, por eso tiene la apariencia de Castillo Medieval. Tiene unos detalles magníficos en su fachada con un gran cuerpo central flanqueado por dos torreones poligonales.


En el cuerpo central hay tres puertas de entrada al templo, con tres arcos  grandes de perfiles quebrados con reja y encima del pórtico hay una escultura de la Virgen del Carmen.
La cúpula que se encuentra situada a 35 metros de altura es de  estilo bizantino, y está decorada con azulejos policromados en amarillos, naranjas, rojos y azules, rematada por una corona real. La obra la realizó el ceramista Daniel Zuloaga por encargo de  la marquesa de la Floresta, que se encargó también del pago. Es como un mosaico en cerámica esmaltada multicolor. Tiene un tambor compuesto de dieciséis ventanas ojivales que en su momento tenía motivos del “Castillo Interior” de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz  la "Subida al Monte Carmelo" desgraciadamente destruidas durante el incendio de 1931.

En el interior, destaca la escultura de Santa Teresa, el Retablo y la manera en que entra la luz a través de las vidrieras.


La nave central se encuentra cubierta con una bóveda rebajada de medio cañón, y las naves laterales son adinteladas con casetones.  Está sujeto sobre pilastras, con arcos de perfil quebrado, que arrancan de ménsulas aveneradas. Encima hay una galería adintelada rematada con un cuerpo de vidrieras.

El retablo mayor obra de  Félix Granda Buila, tiene 19 metros de altura y descansa sobre un revestimiento de mármol.  En el carril central, en la parte inferior hay una escultura de San Juan de la Cruz, y en el centro una escultura de Santa Teresa de 4'50 metros con peana todo ello coronado por un calvario. En los laterales del Retablo de madera policromada con relieve hay figuras del Carmelo femenino y esculturas de santos. En el altar hay una mesa sobre un frontal en bronce con los Doce Apóstoles.


Josemaría Escrivá de Balaguer acudía con cierta frecuencia en los años treinta a esta iglesia, llamada popularmente de los Carmelitas de la Plaza de España, para conversar con un fraile carmelita, que murió fusilado durante el conflicto bélico.

Para saber más...

Los dos primeros conventos de la reforma carmelita en Madrid, siglos XVI y XVII: 

El día del Señor (RTVE), desde la Parroquia de Santa Teresa y San José:

miércoles, 30 de diciembre de 2015

30 Diciembre 1879 el rey Alfonso XII es víctima de un intento de asesinato

El texto del siguiente artículo esta contenido en el blog MadridLaCiudad (Blog de Carlos Viñas-Valle)

“Mi intención no fue la de quitar la vida al rey, sino la de dar un gran escándalo para que me mataran los centinelas de palacio, ya que yo no me encontraba con valor para suicidarme, temiendo quedarme imposibilitado y no muerto”
(Francisco Otero González)

Francisco Otero González había nacido en la aldea de Santiago de Lindín, Lugo, perteneciente al municipio de Mondoñedo, el 14 de marzo de 1860, según pudo averiguarse por la partida de bautismo. Murió a garrote vil el 14 de abril de 1880, recién cumplidos los 20, en el Campo de Guardias de Chamberí, por intento de asesinato de Alfonso XII y de su esposa María Cristina de Habsburgo-Lorena tan solo un mes después de haberse celebrado la boda. 

Alfonso XII y María Cristina de Habsburgo

Eran las cinco de la tarde del sábado 30 de diciembre de 1879 cuando el joven Otero, armado con una pistola de dos caños, siguió el faetón real que conducía el propio monarca al regreso de un paseo por El Retiro, contra quien disparó dos tiros a algo menos de un metro y medio, justo cuando el carruaje iba a entrar en palacio por el portalón de la Plaza de Oriente. Todo resultó muy fácil en un tiempo en que estaba al alcance de cualquiera atentar contra reyes y presidentes de gobierno, que se desplazaban al margen de las medidas de seguridad más elementales, hasta el punto de que cualquiera en la calle podía acercarse a ellos. Los muchos casos forman parte de la historia española. Un ejemplo: cuando José Canalejas recibió dos tiros en la cabeza mientras miraba el escaparate de la Librería San Martín en la Puerta del Sol, estaba completamente solo, y hasta allí había venido andando desde su casa en la calle Huertas.

Intento de asesinato de Francisco Otero

Casi nada se sabe de Francisco Otero. Ni siquiera cómo era su físico ante la falta de grabados y fotos. Tan solo se cuenta con las descripciones de los médicos frenólogos contratados por la defensa. Otero se vino de su pueblo a Madrid con 19 años, a comienzos de 1879, con el propósito de trabajar de panadero en el horno de un pariente, que unos dicen que estaba en la calle Milaneses, en la de la Luna o en la del León. Se dijo que llegó a regentar un horno y que un día se fugó con el dinero, pero nada pudo certificarse al respecto. Las informaciones contradictorias y fantasiosas eran constantes. Era comprensible; la gente quería saber, y como apenas nada se conocía del regicida, los periódicos recurrían a la imaginación, sabedores de que por mucho que se contara del personaje nadie iba a dsmentirlo. La realidad es que Otero era un individuo de lo más corriente sin nada destacable; un tipo cualquiera como tantos que habían dejado sus lugares de origen por la capital. Todo el mundo pensó que tenía que haber una organización y un móvil político, pero sorprendentemente en aquella ocasión no lo había. Nada que tuviera que ver con anarquistas. Las andanzas de Otero por Madrid hubieron pues de ser “reconstruidas”.

Alfonso XII

Periódicos tan relevantes entonces como El Imparcial y El Liberal se resistían a admitir que lo de Otero era un intento de regicidio atípico; un acto concebido en la mente de un joven aparentemente desesperado, que no se le ocurrió nada peor y más absurdo que matar al mismo monarca. Se pintó a un joven indolente por su amargura, que deambulaba de taberna en taberna por los barrios más míseros, lamentándose por la pérdida de su trabajo y acaso barruntando la idea de volverse a su aldea gallega. No lo hizo. Unos refirieron que solía hablar de su deseo de suicidarse, mientras otros sostenían que algunos elementos de tendencias anarquistas pudieron haberlo incitado a centrarse en matar al rey como culpable de todos los males sociales. Exaltados y desequilibrados eran caldo de cultivo. Alguien entonces debió indicarle dónde adquirir una pistola. Y Otero se fue al Rastro. Allí compró el arma, que la corta leyenda que se tejió a su alrededor llegó a decir que habiéndola probado allí mismo, lo único que hizo fue pegarle un tiro a una mula o a un burro, y que por esa razón le fue incautada. Pero Otero no tardó en adquirir otra de dos cañones, la definitiva.
Alfonso XII, como tantos madrileños de clase media y alta, se convirtió en un asiduo paseante del Paseo de Carruajes de El Retiro, que había sido inaugurado tan solo seis años antes del atentado. Cualquiera podía dirigirle la palabra e incluso darle la mano. Otero sabía que el carruaje había de regresar a palacio cruzando por la Puerta del Sol para proseguir por la calle Arenal abajo, itinerario este último más corto que por la calle Mayor hasta la de Bailén teniendo que torcer a la derecha hasta la entrada de palacio a unos 300 metros. Ese itinerario del rey lo sabía todo Madrid. Eran las cinco de un sábado; una hora después ya empezaba a anochecer.

Arma similar a la del intento de regicidio

Se dijo que aquella tarde hacía mucho frío y que el pavimento estaba resbaladizo, por lo cual el carruaje real circulaba muy despacio, suficiente para que Otero pudiera seguirlo al paso sin levantar sospechas. Justo a la entrada, ante los mismo guardias, Otero sacó la pistola Lefaucheaux de dos cañones con balas del calibre 15, y apoyándose con la mano izquierda en una farola fernandina, disparó. Tiró el arma y echó a correr calle abajo de Bailén, donde fue apresado. Nadie fue herido y ni siquiera las balas rozaron el carruaje. Resulta casi inconcebible que hubiera fallado. O se  trataba de una persona que nunca había cogido un arma de fuego o por el contrario se confirmaba lo que declaró en el juicio: que en ningún momento tuvo intención de matar al rey o a su esposa, sino únicamente provocar su propia muerte a manos de los guardias de la entrada de palacio, incapaz él de suicidarse, que era lo que lo obsesionaba desde hacía meses. Un propósito verosímil, pero malamente en la situación de Otero, que no podía estar tan desesperado a sus 19 años. 

Alfonso XII con su mentor, el Duque de Sesto

José Francos Rodríguez, ilustre periodista y político, que fue alcalde de Madrid, escribió en una de sus crónicas

“Turbó el contento de los Madriles en el mes de abril del año 80 la ejecución del regicida Otero, que disparó contra Don Alfonso XII cuando iba guiando un carruaje. A decir verdad, no fueron muy vehementes las peticiones de indulto. El Gobierno se negó a atenderlas y España entera execró el hecho realizado al concluir el año 1879 contra un monarca que por su talento, por su nobleza y por su simpático proceder iba ganándose el cariño de toda la Nación. Coincidiendo con el citado ajusticiamiento continuó D. José María Esquerdo una serie de conferencias acerca de «Locos que no lo parecen». En estos discursos, iniciados cuando los horrendos crímenes del «Sacamantecas», en Vitoria, el ilustre frenópata, adelantándose en España a criterios hoy muy extendidos, estudiaba como manifestaciones morbosas algunas apreciadas por los tribunales como ubérrimamente delictivas.

Monumento a Alfonso XII en el Parque del Retiro

Benito Pérez Galdós en La Desheredada, describe a un personaje –Mariano Pecado- abatido por la vida, que estaba dispuesto a hacerse notar cometiendo un asesinato de un personaje que el autor no precisa, pero que se cree que es la viva escena del atentado de Francisco Otero contra Alfonso XII

En el centro de Madrid era día de gran solemnidad cortesana por motivos que no es necesario precisar. Las calles del centro estaban animadísimas. La gente circulaba alegre, bulliciosa, con frivolidad y alegría propiamente madrileñas, arremolinándose en algunos parajes para dar paso a los regimientos que llegaban a cubrir la Carrera. Los balcones, con abigarradas colgaduras, mostraban damas hermosas. El mujerío, la militar música y el cielo de Madrid, que es un cielo de encargo para festejos populares, concurrían a dar a la solemnidad su expresión característica.

«¡Allá va, allá va!—gritó señalando. —¿Quién? —El bergante. —Sí, él es... ¡Mariano, Pecado...!». Pero Mariano que las vio y oyó los gritos de su tía, se hizo el tonto y apretó el paso como quien desea evitar un importuno encuentro. Poco después estaba sentado en un banco de la Plaza Mayor. Pecado, cuando se sentía dispuesto a la meditación, resucitaba lo próximamente pasado, y se recreaba con un dejo de las impresiones ya recibidas. Era un trabajo de rumiante y un placer de perezoso. Vio, pues, todo lo que había hecho aquel día, casi tan a lo vivo como si aún estuviera pasando. Se había levantado muy temprano después de una noche de desvelos y tortura; habíase puesto su camisa limpia y las demás prendas que estrenaba, mostrando un empeño particular en aparecer con la facha más decente que le fuera posible; había salido y tomado café en un puesto de la calle del Ave María, y después se fue a vagar por las calles.

Más tarde paseó por la Carrera para ver la gente y la tropa que de los cuarteles venía. Bonito estaba todo; pero él lo miraba con desdén y, sobre la impresión recibida, ponía un pensamiento de melancólica burla y sarcasmo. Siguió adelante, y a la vuelta de una esquina encaró con el nunca bien ponderado Gaitica, que venía a caballo, hecho un potentado, un sátrapa. La extraviada imaginación de Mariano veía a este personaje cual si fuese un resumen de todas las altas categorías y la cifra del encumbramiento personal. «¡Cuánta pillería!», exclamó para sí.

Todos triunfaban y vivían regaladamente escalando cada día un lugar más elevado, mientras él, el pobre y desvalido Pecado, permanecía siempre en su nivel de miseria, insignificante, sin que nadie le hiciera caso ni fuese por nadie distinguida su persona en el inmenso mar de la muchedumbre. ¿Por qué era esto, cuando él valía más que toda aquella granujería de levita? Él, según las creencias firmes de su hermana, había nacido de sangre noble. Le habían sustraído lo suyo, le habían despojado de todo, arrojándole desnudo y miserable al seno del populacho, como se arroja al basurero un despojo inútil. ¿Quién sabía si muchas de aquellas casas, engalanadas con colgaduras de varios colores, eran suyas? ¿Quién sabía si el dinero de que debían de tener llenos los bolsillos todos aquellos caballeros y damas procedía de riquezas que en rigor de la ley le pertenecían a él? ¿Y a quien se dirigía para reclamar lo suyo? A nadie, porque desde el primero al último todos eran grandísimos pícaros.

Escudo de Alfonso XII

La nación en masa, ¿qué nación?, la sociedad entera estaba confabulada contra él. ¿Qué tenía que hacer, pues? Crecerse, crecerse hasta llegar a ser por la fuerza sola de su voluntad tan considerable que pudiera él solo castigar a la sociedad, o al menos vengarse de ella. ¿Cómo? Por su mente rondaba tiempo hacia una idea que resolvía la cuestión. La idea y el propósito de ejecutarla se habían apoderado de él juntamente, dominándole y llenándole por entero. Idea y propósito eran como una llaga estimulante en el cerebro, la cual le dolía y le comunicaba un vigor extraño. Repetidas veces había puesto en ejecución su pensamiento, ¿pero cómo?, en sueños, y también alguna vez despierto, cediendo como a una fuerza automática y fatal que no era su propia fuerza. En estos casos de repetición o ensayo mental del hecho, se quedaba fatigado y orgulloso, cual si lo hubiera ejecutado realmente. Sondeándose para ver cuándo había aparecido en él aquella idea y aquel propósito, calculaba que los tenía desde antes de nacer. ¡Tan viejos, tenaces y arraigados le parecían!

Estaba viendo el terror escondido debajo del orgullo y asomando la cabeza; pero el orgullo, o, mejor, la terquedad, no le dejaba salir. No sentía miedo, sino dolor, un dolor inexplicable en el pensamiento, una sensación rara de no dormir nunca, de no reposar jamás, de un alerta eterno. Detrás del punto negro que tenía delante y que ya estaba cerca, veía seguro y claro un triunfo resonante. Principalmente la idea de que todo el mundo se ocuparía de él dentro de poco le embriagaba, le hacía sonreír con cierto modo diabólico y jactancioso. La aberración de su pensamiento le llevaba a las generalizaciones, como en otros muchos casos en que la demencia parece tener por pariente el talento. El mismo criminal instinto le ayudaba a personalizar, y en efecto, siendo tan grande y múltiple el enemigo, ¿cómo aspirar a castigarle, sin hacer previamente de él una sola persona?

Rumor de voces, cornetas y músicas anunciaban que el gran cortejo volvía de Atocha. Levantose Mariano, y por la calle de Ciudad Rodrigo ganó la Calle Mayor y la Plaza de la Villa. Multitud, tropa, caballos, uniformes, penachos, colores, oropeles y bullicio le mareaban de tal modo, que no veía más que una masa movible y desvaída, semejante a los cambiantes y contorsiones del globo de agua que había estado mirando momentos antes. Se le nublaron los ojos, y apoyándose en un farol, dijo para sí: «Que me da, que me da». Era el ataque epiléptico, que se anunciaba; pero tanto pudo su excitación, que lo echó fuera, irguió la cabeza, se sostuvo firme... Pasó un momento. Nunca había sentido más energía, más resolución, más bríos. El ruido de las músicas le embriagaba. Vio pasar uno y otro coche. Cuando llegó el que esperaba, Mariano era todo ojos. Miró bien... En el acto sacó de debajo de la blusa una pistola vieja, y apuntando con mano no muy firme, salió el tiro con fugaz estruendo... Movimiento y estupor en la muchedumbre, gritos, pánico, sacudidas. La bala se estrelló en la pared de enfrente sin hacer daño a nadie, y el autor del infame atentado cayó en una trampa, la indignación pública, cuyo engranaje de brazos y manos le oprimía, como si quisiera pulverizarle.”

El juicio se llevó a cabo a los 39 días de los hechos. Constaba el sumario de 608 folios, invertidos 102 pliegos en la defensa y 36 en la acusación. Comenzó el 7 de febrero de 1880 ante el juzgado de Palacio en medio de un profundo debate en torno a las consideraciones psiquiátricas de los expertos frenólogos alienistas llamados por la defensa, tan en boga entonces, encabezados por el prestigioso doctor José Esquerdo, quienes trataron de demostrar la irresponsabilidad del acusado, basándose en elementos que seguramente resulten peregrinos desde la perspectiva de hoy. Para ellos, Otero era un hombre de temperamento linfático, de corta estatura, fornido y pelo castaño, con cabeza  pequeña y ancha en la base y estrecha en la bóveda; su cara era pálida e imberbe, con un defecto de conformidad que se evidenciaba al examinar la nariz, mejillas y  carrillos, torcidos hacia el lado derecho. Hombre de ojos grandes, rasgados y castaños, que carecían de expresión. Su nariz era corta y su boca grande con  el labio superior prominente. Se recurrió luego al escaso desarrollo de su inteligencia, que lo convirtió “en un  imbécil intelectual y un idiota moral”. Esgrimieron sobre todo lo de la tendencia suicida u homicida-suicida, basándose en lo manifestado por Otero en el juicio respecto a que «su intención no fue la de quitar la vida al rey, sino la de dar un gran escándalo para que le mataran los centinelas, ya que él no se encontraba con valor para suicidarse, temiendo quedarse imposibilitado y no muerto».

Garrote Vil

Por último se recurrió a la herencia genética familiar al ser hijo de madre sana y padre enfermo,  con una hermana y tres hermanos, habiendo perdido otros tres, de ellos dos a  consecuencia de accidentes epilépticos. De poco le valió esa tendencia monomaníaca, ya estudiada en medicina. Los intentos del doctor José María Esquerdo no fueron tenidos en cuenta por el juez, que se mostró convencido de que Otero fue responsable pleno del intento de regicidio. El 10 de febrero de 1880 se publicó en El Liberal la sentencia que condenaba a Francisco Otero González a la pena de muerte en garrote. Alfonso XII solicitó el indulto, pero no logró nada. El 14 de abril fue ejecutado en el Campo de Guardias de Chamberí, el lugar habitual entonces.

En la sentencia se hizo constar: “En la villa y corte de Madrid, a 20 de Marzo de 1880, en el recurso de casación admitido de derecho e interpuesto en beneficio de Francisco Otero González contra la sentencia que dictó la sala de lo criminal de la Audiencia de esta capital, que lo condenó a muerte, en causa seguida en el juzgado del distrito de Palacio de la misma, por regicidio frustrado: Resultando que cuando S. M. el Rey, al regresar de paseo en la tarde del 30 de diciembre último, sin escolta ni acompañamiento, entraba por la puerta de palacio titulada del Príncipe en carruaje descubierto, cuyos caballos guiaba, Francisco Otero, que se había colocado junto al farol de la derecha y a distancia de un metro 40 centímetros de la referida puerta, disparó contra S. M., con intención manifiesta de matarlo, dos tiros sucesivos de pistola de dos cañones, sin que afortunadamente hubiese producido lesión alguna en la persona de S. M.: Resultando que habiendo sido aprehendido el agresor cuando huía, por la calle de Bailén, y recogida la pistola del sistema Lefaucheux, que arrojó al suelo, le fue ocupada una cápsula de 15 milímetros de calibre.”

5 Diciembre 1885 Funeral de Alfonso XII


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