El día 6 de noviembre de 1837, el pueblo de Madrid asistió en el patíbulo de Puerta de Toledo, al
ajusticiamiento de Luis Candelas.
El preso tenía poco más de treinta años, era moreno y guapo, y muchas mujeres
suspiraban al ver su final. La mayoría de los espectadores consideraban injusto el que se diese
muerte a alguien que nunca había cometido un asesinato, pero la reina María Cristina no
quería indultarle, por razones políticas: Candelas se había burlado de la policía del reino
durante muchos años.
Para los ciudadanos de Madrid, Luis Candelas era un personaje casi fabuloso. Había
nacido en el barrio de Lavapiés, y se contaba que, cuando la comadrona le examinó, descubrió
en el reverso de su lengua la cruz de San Andrés, signo de que el recién nacido tendría un
destino peculiar, para bien o para mal. En el juicio se descubrió que desde niño había sido muy
aficionado al robo. Con los años, y sin dejar nunca de pertenecer a bandas de delincuentes,
había llegado a ser funcionario público, y se encargaba de recaudar impuestos.
En los diez años anteriores a su muerte, Luis Candelas había sido la admiración de
todos los madrileños y la pesadilla de la policía. Parece que se había dedicado a saquear a los
campesinos que traían sus productos desde Andalucía, y que se había fugado cuando lo
trasladaron a la cárcel en el Peñón de Alhucemas, castigado a trabajos forzados.
Desde que se instaló definitivamente en Madrid, sus acciones habían sido cada vez
más arriesgadas, sin que nadie hubiese podido descubrir donde se escondía. En el juicio se
supo que la herencia del dinero de su madre le había permitido cambiar de personalidad
muchas veces. Diciendo que era un hacendado llegado de Perú, se reunía con los artistas y
políticos liberales en lugares como la Fontana de Oro o el café de Lorencini. Era propietario de
una pequeña taberna en el centro y allí cambiaba de personalidad, disfrazándose
constantemente.
Cuando se hacía pasar por hacendado peruano, robaba las carteras y los relojes de los
más famosos políticos. Cuando era Luis Candelas, realizaba grandes asaltos, como el de la
diligencia en la que viajaba el embajador de Francia; robaba en las casas de los sacerdotes;
secuestraba a las mujeres e hijas de los caballeros. Disfrazado de secretario del obispo,
desvalijó una famosa tienda de objetos sagrados que había en frente de la Posada del Peine.
En una ocasión se introdujo en el establecimiento de la modista de la reina, donde se
encontraban algunas señoras nobles a las que robó todas sus joyas. Tras este último robo, la
policía comenzó a acosarle demasiado, porque lo que decidió marcharse fuera de España una
temporada. Iba con él su joven amante, Clara, que estaba triste y nostálgica por alejarse de su
tierra, y fue entorpeciendo la huida de Luis Candelas, que al final fue arrestado en la frontera.
Fue encerrado en la cárcel de Corte de Madrid, que hoy se llama Palacio de Santa Cruz.
La mañana de su ajusticiamiento, se quitó con lentitud el pañuelo que llevaba al cuello y la
sortija del dedo, y se las entregó al fraile que le acompañaba. Después se volvió al público y
exclamó: “¡Sé feliz, patria mía!”, y tras ello el verdugo le dio garrote.
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