Entre el 29 de octubre de 1434 y el 7 de enero de 1435, se produce una lluvia continuada que llegaría a ser conocida como ‘el diluvio’ y que ahogó a personas, derribó trozos de murallas y algunas casas, arruinó las cosechas y mató a parte del ganado, provocando hambre y ruina para la población madrileña.
Por fin el 2 de Febrero de ese año, el sol vuelve a brillar en el cielo de Madrid ante la alegría de los madrileños que gritan felices desde el cerrillo del rastro: ¡Mira el sol!, ¡Mira el sol!.
Fruto de esta jubilosa exclamación nace el nombre de una de las calles más antiguas de Madrid, que une la Ronda de Toledo con la calle de Embajadores, la calle de Mira el sol.
Madrid Medieval
A lo largo del complejo y difícil reinado de Juan II, Madrid siguió manteniendo una situación privilegiada como residencia temporal de las Cortes y como escenario nacional en la convocatoria de las mismas.
Entre las numerosas Cortes aquí celebradas desde el siglo anterior podemos citar las de 1418, en que se declara al Rey mayor de edad para acceder al trono y otras en 1435.
Pero la villa, padecerá el peor momento o período de su historia cristiana medieval debido a las grandes hambrunas y pestes que asolaban a Europa desde el siglo anterior y que solo remitirían a finales del XV.En el marco de una Castilla dividida y diezmada por alianzas, enfrentamientos y rencillas, con un monarca débil y disoluto, y con nobles, clero y ciudades obsesionados por controlar el poder y defender sus intereses, es como si la naturaleza y los fenómenos adversos se hubieran también confabulado en contra de los hombres y de las capas más desfavorecidas.
Ya desde finales del XIV y principios del XV, se producían fenómenos irregulares en el clima, como grandes sequías, pertinaces heladas y terribles y largas lluvias. En abundantes ocasiones faltó pan y cereales, y la vida en la villa así como en otros muchos puntos de Castilla, se vio detenida u obstaculizada.
Estas adversidades naturales, que condicionaban la agricultura y por tanto el sustento de los madrileños, culminó en las tremendas lluvias y pedrisco que cayó sobre la villa y sus campos, ininterrumpidamente, desde el 29 de Octubre de 1434 al 7 de Enero de 1435, fenómeno que pasó a la memoria colectiva de los madrileños como el "diluvio".
Fue tanta la intensidad de las lluvias y su fuerza, que arruinó partes de la muralla, derribó casas y desbordó el foso de las cavas del este, cuyas aguas inundaron el barrio de San Pedro, mezclándose con las potables.
Faltaron alimentos y el hambre y la desolación se apoderaron de la villa antaño tan pujante, confiada y próspera. Puesto que los males nunca vienen solos, los muchos cadáveres insepultos, dado el desgobierno y espanto que se había adueñado de sus habitantes, provocaron en el verano de 1435 una epidemia de peste, que acabó sumiendo a Madrid en el horror y la cuarentena.
La corte y el rey huyeron precipitadamente, causando la epidemia innumerables muertos.
Pasada el hambre y la peste, la villa comenzó lentamente la recuperación de hechos que quedaron indeleblemente marcados en la memoria de Madrid.
El rey Juan II ordenó la construcción de una cerca o muralla de tapial que limitara y cerrara todos los barrios de la villa y de manera especial los arrabales de San Martín, Santo Domingo, Santa Cruz y San Millán, donde la epidemia se había cebado especialmente.
Esta nueva muralla o cerca venía siendo necesaria, dado el imparable crecimiento urbano y demográfico de Madrid, aunque es probable que en las décadas anteriores a la catástrofe de 1434-35, por las sequías y falta de productos, este crecimiento se hubiese ralentizado.
Madrid, emergiendo de sus cenizas, presenciará una segunda mitad del siglo XV de nuevo pujante y además, con renovado protagonismo, al estimarla y mimarla el nuevo rey Enrique IV, que la honró con títulos como "muy noble y muy leal".
Pero no todo fue aciago para Madrid durante el reinado de Juan II, pues la villa recibió y fue testigo de varias embajadas extranjeras, todas de boato y admiración.
Antes de la hambruna y consiguiente peste, la Corte recibió la visita de los embajadores del rey de Francia, - un arzobispo y un noble -, que fueron recibidos con pompa y simpatía por los cortesanos, aun antes de que se hubieran acercado a los muros de la villa.
Entraron en el Alcázar ya casi de noche, y hallaron al soberano en el salón del trono, con un enorme león a los pies, lo que les infundió el natural sobresalto y temor.
Tranquilizados por el rey y los cortesanos, acerca de la mansedumbre de la fiera, poco a poco fueron familiarizándose con tan sorprendente miembro de la corte, pues cuenta el cronista que era tan manso el león que comía en la mesa del rey.
Y añade que estaba tan gordo que, yendo un día de terrible calor de verano en una carreta, entre varias localidades, reventó de sofoco.
Pasada la epidemia y vuelta la Corte a Madrid, el rey recibió al enviado del Papa Eugenio IV, que le hizo regalo de la famosa "rosa de oro" (manojo de rosas bendecidas por el pontífice en Cuaresma).
Y un año después se recibió otra embajada, la del duque Felipe de Borgoña, que informó al rey Juan de ciertos asuntos diplomáticos europeos.
Los vecinos de Madrid confabularon varias veces contra el polémico y contradictorio Enrique IV, pero parece ser que éste no se dio por aludido. Ya se ha dicho antes que ennobleció y cuidó a la villa, y pasaba tanto tiempo en ésta que puede afirmarse tranquilamente que mucho antes de Felipe II, Madrid ya era Corte.
Ajeno a las muchas intrigas y dificultades de su reinado, el monarca organizaba fiestas y torneos, bien en la villa o en sus alrededores, con inusitada frecuencia y boato, por cualquier visita o pretexto.
Pero Enrique IV también se preocupó de mejorar la vida de los madrileños y trasladó aquí la Casa de la Moneda, hasta entonces en Segovia, reforzó al Concejo de la Villa con más medios y más competencias, reafirmó el mercado semanal de los jueves con más franquicias y ordenó reformar y ensanchar la céntrica Plaza de San Salvador, hoy de la Villa, que había quedado pequeña y mezquina para la nueva condición y ambiente de pujanza que respiraba Madrid.
El rey, que tanto había amado la villa, murió en su Alcázar en 1474.
Antes de que falleciera el rey Enrique, ya hubo enfrentamientos entre los partidarios de su hija Juana, llamada "la Beltraneja", - por suponérsela hija verdadera de Beltrán de la Cueva, valido del monarca, nacida en el Alcázar de Madrid en 1462 - e Isabel, hermanastra del rey.
Pero estos se intensificaron, llegando a la lucha cuerpo a cuerpo dentro de la villa, después de fallecer el rey y de la proclamación de Isabel como reina en Segovia. Los madrileños se dividieron a favor de una u otra pretendiente, bien en la nobleza o en el pueblo llano, aunque parece que éste último se inclinó más por Isabel.
Los nobles partidarios de Juana se hicieron fuertes en el Alcázar y aunque controlaban también algunas puertas, según la tradición, las huestes que combatían por Isabel lograron entrar en Madrid por la traición de un caballero madrileño, que les abrió la Puerta de Guadalajara.
Fue el periodo de reinado de los Reyes Católicos, a finales del siglo XV y primeros del XVI, un tiempo de paz y de seguridad para el comercio y la agricultura madrileños, convocándose Cortes en Madrid en 1482.
La villa, volvió a vivir plenamente una estabilidad en lo político, social y económico. Sin embargo, algunas catástrofes naturales, como las de la primera mitad del siglo, volvieron a repetirse.
Fernando e Isabel, en sus continuos desplazamientos, aprovechaban siempre que pasaban cerca de Madrid, para aposentarse algunos días en el Alcázar, donde todos los viernes que aquí se encontraran administraban justicia al pueblo llano.
El rey Fernando convocó incluso a todos los procuradores del reino en la villa, para pedirles apoyo y financiación, a fin de mantener y hacer operativa la Santa Hermandad.
Durante 1494 y 1495 tuvieron lugar intensas lluvias, fuertes huracanes y copiosas nieves, que produjeron daños y reveses en el campo y en la villa, aunque no provocaron una situación de carencia y necesidad como en 1434 y 1435, pero los daños fueron tan crecidos, que los reyes ordenaron entregar del Tesoro Real una cantidad de 40.000 maravedises, para que se efectuaran reparaciones en la muralla y edificios públicos de Madrid.
En 1494, dieron su licencia para que el Concejo impusiera una sisa pública a fin de levantar soportales en la Plaza Mayor para la venta de comestibles y que estos no permanecieran a la intemperie. Otras disposiciones reales se suceden en los años inmediatos, con la intención de mejorar el aspecto y disponibilidades del Concejo en el funcionamiento de la villa.
Pero una orden de 1498 llama la atención, prohibiendo los monarcas que los cerdos circularan a sus anchas y libres por las calles y plazas de Madrid.
Una situación así, nos parece hoy inconcebible, pero tengamos en cuenta que el Madrid de finales del siglo XV se movía todavía entre la tradición de un gran poblachón que había vivido del campo y una villa cortesana y elegante, escenario de embajadas y Cortes, y residencia temporal de los reyes, no habiéndose impuesto aún en ese tiempo ninguna de las dos tendencias.
Posiblemente por desgracia, poco tiempo después, durante la primera mitad del siguiente siglo, Madrid escogería ante todo ser ciudad cortesana y política, descuidando y abandonando el cultivo agrícola, que había dado de comer, y casi siempre bien, a una villa que durante toda la Edad Media, menos en las rachas del siglo XV, había conocido una creciente y abundante prosperidad y pujanza.
Los pueblos, pocas veces tienen memoria de lo más útil, inclinándose con frecuencia por lo más fácil y brillante.
Fuente: http://www.nova.es/~jlb/mad_es96.htm
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