miércoles, 30 de diciembre de 2015

30 Diciembre 1879 el rey Alfonso XII es víctima de un intento de asesinato

El texto del siguiente artículo esta contenido en el blog MadridLaCiudad (Blog de Carlos Viñas-Valle)

“Mi intención no fue la de quitar la vida al rey, sino la de dar un gran escándalo para que me mataran los centinelas de palacio, ya que yo no me encontraba con valor para suicidarme, temiendo quedarme imposibilitado y no muerto”
(Francisco Otero González)

Francisco Otero González había nacido en la aldea de Santiago de Lindín, Lugo, perteneciente al municipio de Mondoñedo, el 14 de marzo de 1860, según pudo averiguarse por la partida de bautismo. Murió a garrote vil el 14 de abril de 1880, recién cumplidos los 20, en el Campo de Guardias de Chamberí, por intento de asesinato de Alfonso XII y de su esposa María Cristina de Habsburgo-Lorena tan solo un mes después de haberse celebrado la boda. 

Alfonso XII y María Cristina de Habsburgo

Eran las cinco de la tarde del sábado 30 de diciembre de 1879 cuando el joven Otero, armado con una pistola de dos caños, siguió el faetón real que conducía el propio monarca al regreso de un paseo por El Retiro, contra quien disparó dos tiros a algo menos de un metro y medio, justo cuando el carruaje iba a entrar en palacio por el portalón de la Plaza de Oriente. Todo resultó muy fácil en un tiempo en que estaba al alcance de cualquiera atentar contra reyes y presidentes de gobierno, que se desplazaban al margen de las medidas de seguridad más elementales, hasta el punto de que cualquiera en la calle podía acercarse a ellos. Los muchos casos forman parte de la historia española. Un ejemplo: cuando José Canalejas recibió dos tiros en la cabeza mientras miraba el escaparate de la Librería San Martín en la Puerta del Sol, estaba completamente solo, y hasta allí había venido andando desde su casa en la calle Huertas.

Intento de asesinato de Francisco Otero

Casi nada se sabe de Francisco Otero. Ni siquiera cómo era su físico ante la falta de grabados y fotos. Tan solo se cuenta con las descripciones de los médicos frenólogos contratados por la defensa. Otero se vino de su pueblo a Madrid con 19 años, a comienzos de 1879, con el propósito de trabajar de panadero en el horno de un pariente, que unos dicen que estaba en la calle Milaneses, en la de la Luna o en la del León. Se dijo que llegó a regentar un horno y que un día se fugó con el dinero, pero nada pudo certificarse al respecto. Las informaciones contradictorias y fantasiosas eran constantes. Era comprensible; la gente quería saber, y como apenas nada se conocía del regicida, los periódicos recurrían a la imaginación, sabedores de que por mucho que se contara del personaje nadie iba a dsmentirlo. La realidad es que Otero era un individuo de lo más corriente sin nada destacable; un tipo cualquiera como tantos que habían dejado sus lugares de origen por la capital. Todo el mundo pensó que tenía que haber una organización y un móvil político, pero sorprendentemente en aquella ocasión no lo había. Nada que tuviera que ver con anarquistas. Las andanzas de Otero por Madrid hubieron pues de ser “reconstruidas”.

Alfonso XII

Periódicos tan relevantes entonces como El Imparcial y El Liberal se resistían a admitir que lo de Otero era un intento de regicidio atípico; un acto concebido en la mente de un joven aparentemente desesperado, que no se le ocurrió nada peor y más absurdo que matar al mismo monarca. Se pintó a un joven indolente por su amargura, que deambulaba de taberna en taberna por los barrios más míseros, lamentándose por la pérdida de su trabajo y acaso barruntando la idea de volverse a su aldea gallega. No lo hizo. Unos refirieron que solía hablar de su deseo de suicidarse, mientras otros sostenían que algunos elementos de tendencias anarquistas pudieron haberlo incitado a centrarse en matar al rey como culpable de todos los males sociales. Exaltados y desequilibrados eran caldo de cultivo. Alguien entonces debió indicarle dónde adquirir una pistola. Y Otero se fue al Rastro. Allí compró el arma, que la corta leyenda que se tejió a su alrededor llegó a decir que habiéndola probado allí mismo, lo único que hizo fue pegarle un tiro a una mula o a un burro, y que por esa razón le fue incautada. Pero Otero no tardó en adquirir otra de dos cañones, la definitiva.
Alfonso XII, como tantos madrileños de clase media y alta, se convirtió en un asiduo paseante del Paseo de Carruajes de El Retiro, que había sido inaugurado tan solo seis años antes del atentado. Cualquiera podía dirigirle la palabra e incluso darle la mano. Otero sabía que el carruaje había de regresar a palacio cruzando por la Puerta del Sol para proseguir por la calle Arenal abajo, itinerario este último más corto que por la calle Mayor hasta la de Bailén teniendo que torcer a la derecha hasta la entrada de palacio a unos 300 metros. Ese itinerario del rey lo sabía todo Madrid. Eran las cinco de un sábado; una hora después ya empezaba a anochecer.

Arma similar a la del intento de regicidio

Se dijo que aquella tarde hacía mucho frío y que el pavimento estaba resbaladizo, por lo cual el carruaje real circulaba muy despacio, suficiente para que Otero pudiera seguirlo al paso sin levantar sospechas. Justo a la entrada, ante los mismo guardias, Otero sacó la pistola Lefaucheaux de dos cañones con balas del calibre 15, y apoyándose con la mano izquierda en una farola fernandina, disparó. Tiró el arma y echó a correr calle abajo de Bailén, donde fue apresado. Nadie fue herido y ni siquiera las balas rozaron el carruaje. Resulta casi inconcebible que hubiera fallado. O se  trataba de una persona que nunca había cogido un arma de fuego o por el contrario se confirmaba lo que declaró en el juicio: que en ningún momento tuvo intención de matar al rey o a su esposa, sino únicamente provocar su propia muerte a manos de los guardias de la entrada de palacio, incapaz él de suicidarse, que era lo que lo obsesionaba desde hacía meses. Un propósito verosímil, pero malamente en la situación de Otero, que no podía estar tan desesperado a sus 19 años. 

Alfonso XII con su mentor, el Duque de Sesto

José Francos Rodríguez, ilustre periodista y político, que fue alcalde de Madrid, escribió en una de sus crónicas

“Turbó el contento de los Madriles en el mes de abril del año 80 la ejecución del regicida Otero, que disparó contra Don Alfonso XII cuando iba guiando un carruaje. A decir verdad, no fueron muy vehementes las peticiones de indulto. El Gobierno se negó a atenderlas y España entera execró el hecho realizado al concluir el año 1879 contra un monarca que por su talento, por su nobleza y por su simpático proceder iba ganándose el cariño de toda la Nación. Coincidiendo con el citado ajusticiamiento continuó D. José María Esquerdo una serie de conferencias acerca de «Locos que no lo parecen». En estos discursos, iniciados cuando los horrendos crímenes del «Sacamantecas», en Vitoria, el ilustre frenópata, adelantándose en España a criterios hoy muy extendidos, estudiaba como manifestaciones morbosas algunas apreciadas por los tribunales como ubérrimamente delictivas.

Monumento a Alfonso XII en el Parque del Retiro

Benito Pérez Galdós en La Desheredada, describe a un personaje –Mariano Pecado- abatido por la vida, que estaba dispuesto a hacerse notar cometiendo un asesinato de un personaje que el autor no precisa, pero que se cree que es la viva escena del atentado de Francisco Otero contra Alfonso XII

En el centro de Madrid era día de gran solemnidad cortesana por motivos que no es necesario precisar. Las calles del centro estaban animadísimas. La gente circulaba alegre, bulliciosa, con frivolidad y alegría propiamente madrileñas, arremolinándose en algunos parajes para dar paso a los regimientos que llegaban a cubrir la Carrera. Los balcones, con abigarradas colgaduras, mostraban damas hermosas. El mujerío, la militar música y el cielo de Madrid, que es un cielo de encargo para festejos populares, concurrían a dar a la solemnidad su expresión característica.

«¡Allá va, allá va!—gritó señalando. —¿Quién? —El bergante. —Sí, él es... ¡Mariano, Pecado...!». Pero Mariano que las vio y oyó los gritos de su tía, se hizo el tonto y apretó el paso como quien desea evitar un importuno encuentro. Poco después estaba sentado en un banco de la Plaza Mayor. Pecado, cuando se sentía dispuesto a la meditación, resucitaba lo próximamente pasado, y se recreaba con un dejo de las impresiones ya recibidas. Era un trabajo de rumiante y un placer de perezoso. Vio, pues, todo lo que había hecho aquel día, casi tan a lo vivo como si aún estuviera pasando. Se había levantado muy temprano después de una noche de desvelos y tortura; habíase puesto su camisa limpia y las demás prendas que estrenaba, mostrando un empeño particular en aparecer con la facha más decente que le fuera posible; había salido y tomado café en un puesto de la calle del Ave María, y después se fue a vagar por las calles.

Más tarde paseó por la Carrera para ver la gente y la tropa que de los cuarteles venía. Bonito estaba todo; pero él lo miraba con desdén y, sobre la impresión recibida, ponía un pensamiento de melancólica burla y sarcasmo. Siguió adelante, y a la vuelta de una esquina encaró con el nunca bien ponderado Gaitica, que venía a caballo, hecho un potentado, un sátrapa. La extraviada imaginación de Mariano veía a este personaje cual si fuese un resumen de todas las altas categorías y la cifra del encumbramiento personal. «¡Cuánta pillería!», exclamó para sí.

Todos triunfaban y vivían regaladamente escalando cada día un lugar más elevado, mientras él, el pobre y desvalido Pecado, permanecía siempre en su nivel de miseria, insignificante, sin que nadie le hiciera caso ni fuese por nadie distinguida su persona en el inmenso mar de la muchedumbre. ¿Por qué era esto, cuando él valía más que toda aquella granujería de levita? Él, según las creencias firmes de su hermana, había nacido de sangre noble. Le habían sustraído lo suyo, le habían despojado de todo, arrojándole desnudo y miserable al seno del populacho, como se arroja al basurero un despojo inútil. ¿Quién sabía si muchas de aquellas casas, engalanadas con colgaduras de varios colores, eran suyas? ¿Quién sabía si el dinero de que debían de tener llenos los bolsillos todos aquellos caballeros y damas procedía de riquezas que en rigor de la ley le pertenecían a él? ¿Y a quien se dirigía para reclamar lo suyo? A nadie, porque desde el primero al último todos eran grandísimos pícaros.

Escudo de Alfonso XII

La nación en masa, ¿qué nación?, la sociedad entera estaba confabulada contra él. ¿Qué tenía que hacer, pues? Crecerse, crecerse hasta llegar a ser por la fuerza sola de su voluntad tan considerable que pudiera él solo castigar a la sociedad, o al menos vengarse de ella. ¿Cómo? Por su mente rondaba tiempo hacia una idea que resolvía la cuestión. La idea y el propósito de ejecutarla se habían apoderado de él juntamente, dominándole y llenándole por entero. Idea y propósito eran como una llaga estimulante en el cerebro, la cual le dolía y le comunicaba un vigor extraño. Repetidas veces había puesto en ejecución su pensamiento, ¿pero cómo?, en sueños, y también alguna vez despierto, cediendo como a una fuerza automática y fatal que no era su propia fuerza. En estos casos de repetición o ensayo mental del hecho, se quedaba fatigado y orgulloso, cual si lo hubiera ejecutado realmente. Sondeándose para ver cuándo había aparecido en él aquella idea y aquel propósito, calculaba que los tenía desde antes de nacer. ¡Tan viejos, tenaces y arraigados le parecían!

Estaba viendo el terror escondido debajo del orgullo y asomando la cabeza; pero el orgullo, o, mejor, la terquedad, no le dejaba salir. No sentía miedo, sino dolor, un dolor inexplicable en el pensamiento, una sensación rara de no dormir nunca, de no reposar jamás, de un alerta eterno. Detrás del punto negro que tenía delante y que ya estaba cerca, veía seguro y claro un triunfo resonante. Principalmente la idea de que todo el mundo se ocuparía de él dentro de poco le embriagaba, le hacía sonreír con cierto modo diabólico y jactancioso. La aberración de su pensamiento le llevaba a las generalizaciones, como en otros muchos casos en que la demencia parece tener por pariente el talento. El mismo criminal instinto le ayudaba a personalizar, y en efecto, siendo tan grande y múltiple el enemigo, ¿cómo aspirar a castigarle, sin hacer previamente de él una sola persona?

Rumor de voces, cornetas y músicas anunciaban que el gran cortejo volvía de Atocha. Levantose Mariano, y por la calle de Ciudad Rodrigo ganó la Calle Mayor y la Plaza de la Villa. Multitud, tropa, caballos, uniformes, penachos, colores, oropeles y bullicio le mareaban de tal modo, que no veía más que una masa movible y desvaída, semejante a los cambiantes y contorsiones del globo de agua que había estado mirando momentos antes. Se le nublaron los ojos, y apoyándose en un farol, dijo para sí: «Que me da, que me da». Era el ataque epiléptico, que se anunciaba; pero tanto pudo su excitación, que lo echó fuera, irguió la cabeza, se sostuvo firme... Pasó un momento. Nunca había sentido más energía, más resolución, más bríos. El ruido de las músicas le embriagaba. Vio pasar uno y otro coche. Cuando llegó el que esperaba, Mariano era todo ojos. Miró bien... En el acto sacó de debajo de la blusa una pistola vieja, y apuntando con mano no muy firme, salió el tiro con fugaz estruendo... Movimiento y estupor en la muchedumbre, gritos, pánico, sacudidas. La bala se estrelló en la pared de enfrente sin hacer daño a nadie, y el autor del infame atentado cayó en una trampa, la indignación pública, cuyo engranaje de brazos y manos le oprimía, como si quisiera pulverizarle.”

El juicio se llevó a cabo a los 39 días de los hechos. Constaba el sumario de 608 folios, invertidos 102 pliegos en la defensa y 36 en la acusación. Comenzó el 7 de febrero de 1880 ante el juzgado de Palacio en medio de un profundo debate en torno a las consideraciones psiquiátricas de los expertos frenólogos alienistas llamados por la defensa, tan en boga entonces, encabezados por el prestigioso doctor José Esquerdo, quienes trataron de demostrar la irresponsabilidad del acusado, basándose en elementos que seguramente resulten peregrinos desde la perspectiva de hoy. Para ellos, Otero era un hombre de temperamento linfático, de corta estatura, fornido y pelo castaño, con cabeza  pequeña y ancha en la base y estrecha en la bóveda; su cara era pálida e imberbe, con un defecto de conformidad que se evidenciaba al examinar la nariz, mejillas y  carrillos, torcidos hacia el lado derecho. Hombre de ojos grandes, rasgados y castaños, que carecían de expresión. Su nariz era corta y su boca grande con  el labio superior prominente. Se recurrió luego al escaso desarrollo de su inteligencia, que lo convirtió “en un  imbécil intelectual y un idiota moral”. Esgrimieron sobre todo lo de la tendencia suicida u homicida-suicida, basándose en lo manifestado por Otero en el juicio respecto a que «su intención no fue la de quitar la vida al rey, sino la de dar un gran escándalo para que le mataran los centinelas, ya que él no se encontraba con valor para suicidarse, temiendo quedarse imposibilitado y no muerto».

Garrote Vil

Por último se recurrió a la herencia genética familiar al ser hijo de madre sana y padre enfermo,  con una hermana y tres hermanos, habiendo perdido otros tres, de ellos dos a  consecuencia de accidentes epilépticos. De poco le valió esa tendencia monomaníaca, ya estudiada en medicina. Los intentos del doctor José María Esquerdo no fueron tenidos en cuenta por el juez, que se mostró convencido de que Otero fue responsable pleno del intento de regicidio. El 10 de febrero de 1880 se publicó en El Liberal la sentencia que condenaba a Francisco Otero González a la pena de muerte en garrote. Alfonso XII solicitó el indulto, pero no logró nada. El 14 de abril fue ejecutado en el Campo de Guardias de Chamberí, el lugar habitual entonces.

En la sentencia se hizo constar: “En la villa y corte de Madrid, a 20 de Marzo de 1880, en el recurso de casación admitido de derecho e interpuesto en beneficio de Francisco Otero González contra la sentencia que dictó la sala de lo criminal de la Audiencia de esta capital, que lo condenó a muerte, en causa seguida en el juzgado del distrito de Palacio de la misma, por regicidio frustrado: Resultando que cuando S. M. el Rey, al regresar de paseo en la tarde del 30 de diciembre último, sin escolta ni acompañamiento, entraba por la puerta de palacio titulada del Príncipe en carruaje descubierto, cuyos caballos guiaba, Francisco Otero, que se había colocado junto al farol de la derecha y a distancia de un metro 40 centímetros de la referida puerta, disparó contra S. M., con intención manifiesta de matarlo, dos tiros sucesivos de pistola de dos cañones, sin que afortunadamente hubiese producido lesión alguna en la persona de S. M.: Resultando que habiendo sido aprehendido el agresor cuando huía, por la calle de Bailén, y recogida la pistola del sistema Lefaucheux, que arrojó al suelo, le fue ocupada una cápsula de 15 milímetros de calibre.”

5 Diciembre 1885 Funeral de Alfonso XII


Para saber más:




martes, 29 de diciembre de 2015

29 Diciembre 1925 se inaugura el Cine Madrid

El Cine Madrid fue un local de espectáculos diversos, situado en la plaza del Carmen esquina a la calle de Tetuán, entre la Puerta del Sol y la Gran Vía de Madrid (España). En su origen, ya desde finales del siglo XIX, funcionó como popular frontón, conocido como Frontón Central, y Gran Kursaal o Kursaal Central (1904), cuando los juegos de pelota compartieron espacio con espectáculos sicalípticos de cupletistas y vedettes como la "Bella Chelito" o "la Fornarina", y de bailarinas míticas como Mata Hari. Una nueva reforma del edificio lo convirtió en el Teatro Madrid por un breve periodo, recuperándose como salón cinematográfico y de eventos. Su conversión como cinematógrafo vivió varios periodos, entre 1925 y 1943, y como multicine a partir de la década de 1970, que cerró a comienzos del siglo XXI, y que tras unos años en estado de abandono fue derruido. Durante su etapa como frontón-sala despertó el interés de escritores de la época como Valle-Inclán.

Cartel de los "Multicines Madrid" en estado de abandono

Al inicio del siglo XIX gran parte del espacio de la plaza del Carmen se encontraba ocupado por el Convento del Carmen Calzado. Con el derribo del conjunto dentro del proceso de la desamortización española se instaló allí un mercado y una cancha para el juego de pelota, que junto con el Frontón Recoletos y el Frontón Madrid dan una idea de la popularidad de este deporte en el Madrid decimonónico.

Pórtico tetrástilo construido en la reforma del año 1943

El edificio original fue realizado en el año 1898 por el arquitecto Daniel Zavala Álvarez y su primer arrendatario fue el empresario vasco Luciano Berriatua. Tuvo su entrada por la calle de Tetuán y se accedía desde un pasillo que tenía un café. Además de frontón y albergar las primeras jornadas de boxeo en Madrid, sirvió de teatro para mitines y conferencias, y salón de baile (los anuncios de la época mencionan un espacio capaz de albergar a dos mil parejas de baile). También fue aprovechado para las primeras representaciones cinematográficas en Madrid.

Detalle de la imposta de la fachada

A partir de los primeros años del siglo XX toma el nombre de Kursaal Central o Gran Kursaal, según propuesta que el crítico Martínez Olmedilla atribuye al periodista Mariano de Cavia. . Se convierte entonces en un salón de variedades, siguiendo el modelo parisino del Théâtre des Variétés. La nueva fórmula permitía que de día se jugara a la pelota y de noche se dieran cita en él los más alegres y atrevidos espectáculos, convirtiéndose en uno de los preferidos de artistas o literatos como Valle-Inclán. Este autor ofició como "celestino" en una romántica historia de amor muy comentada en la época. Ocurrió que actuaba en el Kursaal una joven cupletista Anita Delgado, de la que se enamoró el Maharajá de Kapurthala hasta el punto de que la historia acabaría en boda.

Ornamentación de esgrafiados en la calle de la Salud

En los años veinte se decide emplear el enorme espacio del edificio en una sala de cine, tal y como se venía haciendo en los lugares de la vecina Gran Vía. El arquitecto encargado de hacer la reforma fue Carlos Arniches Moltó, aunque otros indicios apuntan a Manuel López-Mora Villegas (autor también de las reformas del Cine Doré). La reforma incluyó la transformación de la cancha en patio de butacas, los servicios del interior y la modificación de la fachada. Se inauguró como cine el 29 de diciembre de 1925. Entre los usos variados que tuvo la sala se puede citar el discurso que Manuel Azaña pronunció en él, un 14 de marzo de 1933. Ya a finales del año 1933 se cerró unos meses, pero durante la Guerra Civil Española y la defensa de Madrid continuó funcionando como cine.

Plafón de obra y cerámica indicando la fecha de rehabilitación

En el inicio de la década de 1940 el arquitecto Cesar de la Torre Trassierra realizó modificaciones importantes en la fisonomía del edificio; cambia el acceso desde la calle Tetuán a un pórtico tétrastilo abierto a la plaza del Carmen y se abre con el nombre de Teatro de Madrid o Teatro Madrid.

Maqueta de León Gil de Palacio de 1830. El frontón Central ocupó el solar del convento de los carmelitas calzados

Se inaugura el Teatro de Madrid el 8 de octubre de 1943 con el estreno de La Venta de los Gatos de José Serrano. El nuevo teatro, que contaba con unas 1700 localidades sólo funcionó durante dos años, y el 26 de septiembre de 1945 volvió a ser el Cine Madrid, proyectando para su inauguración Una Nación en marcha (título original Wells Fargo del director Frank Lloyd).

Anuncio del primer programa del Cine Madrid aparecido en La Libertad, 31 diciembre de 1925

En los años setenta se modificó la estructura interior para convertirlo en un multicine de cuatro salas, según diseño del arquitecto Manuel Peña Arribas, que se inauguró en 1979. Los multicines Madrid cerraron en 2002 y el local quedó abandonado por más de una década, hasta que en 2014 el edificio fue derribado, conservándose tan solo las fachadas exteriores.

Fachada del Cine hacia la calle Tetuán


Para saber más: